No me gustaría dejar pasar estas felices navidades
sin hacerle un pequeño homenaje a Papá Noel quien, gracias al lobby juguetero
(o quien quiera que sea) ha logrado desbancar comercialmente a los Reyes Magos,
de forma que es el primero en llegar a los hogares españoles e ilusionar a la
chavalería con sus regalos puestos a los pies del abeto de plástico doméstico.
Que baje por las chimeneas o escale fachadas, a pesar de su sobrepeso y su saco
repleto de juguetes, es un milagro del marketing que soslaya esos pequeños
detalles realistas en beneficio de la ilusión de la chavalería, que es lo que
de verdad importa. Lo de la tarjeta de crédito de los papás, con la que se paga
a crédito la alegría infantil, también lo soslayamos por ser de un realismo
burdo que no viene al caso.
Recordando, como ya dije en la entrada anterior, esa
afición que se le despertó a este jubilata por aguar las fiestas navideñas al
respetable a lo largo de varios años, he rebuscado en el baúl informático donde
guardo mis escritos inútiles, y he encontrado éste que ofrezco a la curiosidad
del improbable lector. Dice así:
- ¡Ho-ho-hóóó! – reía aquel Papá
Noel de guardia en los grandes almacenes.
Ahuecaba la voz, como sacándola
del pozo de sus tripas y caminaba entre las estanterías. Su corpachón enorme,
dentro de su traje rojo, se movía con torpeza de buey por la sección de
juguetería.
- ¡Ho-ho-hóóó! ¡Feliz Navidad! – repetía, con su voz de falso
abuelo bonachón. Con su saco al hombro izquierdo, lleno de papeles arrugados
para hacer bulto, y con una campanilla de regulares dimensiones en la mano derecha,
iba y venía por los pasillos, a la caza de los niños que se extasiaban ante los
juguetes.
Había suscrito un contrato en
exclusiva con la asociación de jugueteros y la temporada navideña se prometía
excelente. Para desbancar a los Reyes Magos había montado una campaña de
marketing demoledora. Sus asesores de imagen le habían recomendado que
destacase su condición de individuo caucásico nórdico, rubio encanecido, y
defensor a ultranza de la cultura occidental. Frente a los Reyes Magos, de
origen oriental y, por lo tanto, siempre sospechosos de tendencias islamistas,
él garantizaba los valores tradicionales del capitalismo conservador y
anglosajón.
Con la confianza de que, en lo
sucesivo, representaría en exclusiva los intereses del lobby juguetero,
caminaba orondo por entre las estanterías de la sección de juguetes. De vez en
cuando, se escondía en los retretes de la planta y se echaba un lingotazo de
güisqui. Sacaba su petaca de un bolsillo secreto, detrás de sus barbas canosas,
y se agasajaba con un chupito. El color rubicundo de sus mejillas y las
chispitas de alegría alcohólica en los ojos, le daban, definitivamente, un
aspecto de abuelo bondadoso y risueño que despertaba las sonrisas cómplices de
las dependientas.
Él, entre que andaba medio achispado
y que a las dependientas les caía tan bien, de vez en cuando daba un achuchón a
alguna de ellas. Aprovechaba que éstas se afanaban colocando juguetes o
atendiendo las cajas registradoras; como al descuido las arrinconaba contra los
mostradores e intentaba abrazarlas, haciendo como que había tropezado. Ellas,
demasiado ocupadas en sus tareas, sonreían condescendientes y le daban un
manotazo:
- Aparta, abuelo, que ya se te ha
pasado el arroz –, le decían, mientras corrían de un lado a otro para atender
clientes.
- ¡Ho-ho-hóóó! –, reía él con
risa aguardentosa. Y, cuando veía algún niño incapaz de elegir entre veinte
juguetes a la vez, se acercaba haciendo sonar su campanilla - ¡Tolón-talán!- y
le daba unos caramelos.
Luego, para desesperación de los
padres que acompañaban al pequeño, cogía a éste de la mano y se lo llevaba de
estantería en estantería, incitándole a comprar cuantos juguetes señalaba con
su compulsivo dedito ilusionado. Las vendedoras, que ya conocían sus tácticas,
iban a pares detrás de él recogiendo las cajas con los juguetes y, ante la
impotencia de los padres de la criatura, las llevaban a la caja registradora.
Allí, entre sonrisas cariñosas de las cajeras y divertidos ho-ho-hos del Papá
Noel, las tarjetas de crédito se iban exprimiendo ante la cara de terror de los
papases y las mamases de los pequeños aprendices de consumidor.
Luego, moviendo su oronda
humanidad, campanilleando y riendo por toda la planta, se perdía con discreción
en los lavabos, donde celebraba sus éxitos comerciales libando de la petaca. Se
apoyaba en el cartel de “prohibido fumar”, daba unas caladas apresuradas a un
cigarrillo, se aireaba las barbas para que se fuera el olor a tabaco, y
regresaba a la caza de niños compradores y papás embobados.
- ¡Feliz Navidad, Feliz Navidad!
– gritaba con su voz de barítono trompa. Le daba con entusiasmo al campanillo
-¡Tilín-tolón!- y empezaba a otear su próxima víctima. Definitivamente,
aquellas navidades iba a vender hasta las estanterías. Sin la competencia de
los Reyes Magos era pan comido. Además, sus clientes, los niños, eran una masa
maleable y entusiasta, dispuesta a chantajear a sus progenitores con berridos y
pataleos, a poco que les negaran sus caprichos. Él sólo tenía que acercarse a
ellos de cuatro zancadas, como un ogro bonachón, abriendo la bocaza tragaldabas
-¡¡Hóó-hóóó!!-, agitando la campanilla -¡Tilín-talán-tolón!- y plantarse
delante con los brazos en jarras:
- ¿Qué le gustaría a esta niña,
ehhh? – ponía cara pensativa y se rascaba la cabezota canosa mirando alrededor.
-¡Huuumm!- decía como hablando consigo mismo. – A esta niña le gustaría..., le
gustaría... ¡una barby esquiadora! –.
Lo normal es que la criatura
tuviese en casa una docena larga de barbys, o de nancys, aparte de otras tantas
muñecas que hacían pipí, decían papá-mamá, o les apretabas la barriguita y
parían un bebé minúsculo. A lo mejor, la cría, lo que de verdad quería, era un
fusil intergaláctico, como el de su hermanito. Pero Papá Noel era muy
persuasivo y la niña ya no podía vivir sin su barby esquiadora y todos sus
complementos deportivos.
- ¡Ho-ho-hóóó! – reía complacido
Papá Noel cuando el padre, cariacontecido, echaba mano a la cartera. Las
cajeras, agotadas de tanto trabajo, pero satisfechas de la venta, le daban
tironcitos amistosos de las barbas y le palmeaban la espalda.
- Este año estás sembrao, abuelo
– le decían, reidoras.
Y él, venga que te engatusa
niños. Sí, hubiesen sido unas estupendas navidades, comercialmente hablando.
Las mejores, si no fuera porque Papá Noel no estuvo a la altura de las
circunstancias. Se le fue la olla cuando vio a aquel niño pelirrojo y con
dientes de piraña; la criaturita pateaba entusiasmada sobre una maqueta de
tamaño gigante, con sus trenes, sus montañas y sus túneles, mientras sus piecitos
recorrían las vías. Con entusiasmo infantil imitaba el sonido del tren:
Chúuu-chú-chú, Píííí.... Papá Noel lo cogió en volandas y le sujetó entre sus
brazos.
- Nene malo, eso no se hace –,
dijo a la criatura, poniendo cara de ogro traganiños.
El mocoso se revolvió, rabioso.
Echó mano a un spyderman de la estantería más próxima y se lo estampó en un
ojo. Papá Noel soltó al crío de golpe, quien se pegó una culada contra el parqué,
rebotó, cayó de espaldas y se dio un coscorrón. El crío empezó a berrear con
desconsuelo. Él, tapándose el ojo con un pañuelo, corrió a los servicios y se
enjuagó con un poco de güisqui de la petaca. Su párpado se estaba poniendo de
un curioso color amoratado, que para nada desmerecía del rojo vivo de su traje.
En todo lo que alcanzaba su memoria, jamás le había ocurrido una cosa así a
ninguno del gremio: ni a San Nicolás, ni a Santa Claus, ni siquiera a aquellos
infelices de Reyes Magos.
– Peste de críos. Dónde andará
Herodes –, dijo para sí, mientras se soplaba un lingotazo.
De regreso a la sección de
juguetería, vio que había un considerable revuelo. El niño pelirrojo chillaba
como un gorrinillo asustado; la madre, histérica, lloraba abrazando a su
criaturita, que se amorataba a puro berrido, y el padre, bufando como un miura,
quería moler a palos al encargado de planta.
Él se aproximó al grupo
exhibiendo una sonrisa de abuelito de Heidi y agitando alegremente la
campanilla -¡Tilán-tilón!-. Cuando iba a lanzar su famoso ho-ho-ho, que tanto
gustaba a los niños, una nena, de grandes ojos aterrorizados, empezó a
señalarle, acusadora.
– Ha sido ése. Ese, ese... El de
colorao –, gritaba, agarrada a una pernera del pantalón de un guardia de seguridad, que había
acudido al jaleo.
A estas alturas, todo el mundo
estaba alborotado. El rebaño de padres, que pululaba por allí, sujetaba a sus
retoños para que no se extraviasen entre las piernas de los empleados que
corrían de un lado para otro. El Papá Noel, sudando a chorros dentro de su
traje de franela roja, se apresuraba de grupo en grupo, atronando con su
campanilla -¡Talán-talán-taláaan...!- y gritando como un poseso: ¡Hóóóooo!
¡Feliz navidad, feliz navidad, niños! Éstos, presa del pánico que les
contagiaba la histeria de sus progenitores, se soltaban de la mano de sus
padres y, en su huida, se estampaban contra las estanterías.
No recordaba bien cómo había
terminado en la puta calle. Sólo sabía que lo habían sacado a empellones; claro
que, antes, le echaron rodando escaleras mecánicas abajo. Había sido entre el
papá bestia del crío pelirrojo y el encargado de planta, estaba casi seguro.
Mientras él rodaba por las escaleras, toda la sección de juguetería aplaudía la
faena; eso sí lo recordaba perfectamente, porque, entre trompo y trompo, había
oído los chillidos de alegría de las cajeras.
– ¡Leña al mono! ¡Leña al mono!
–, vociferaba el personal de plantilla.
Le dolían varias costillas y tenía, no uno,
sino los dos ojos amoratados. Lo que sí recordaba con claridad meridiana es
que, el puñetazo en el ojo sano, se lo había dado el segurata de la planta.
Éste se había empeñado en hacerle callar sus estruendosos ho-ho-hos y él, en
legítima defensa de sus intereses comerciales, le había partido el campanillo
-¡¡Tlóck!!- en la cabeza.
En la calle, junto a los
escaparates de aquellos grandes almacenes, los tres Reyes Magos se ganaban la
vida. Gaspar soplaba un trombón de varas y los otros dos trajinaban un par de
saxofones. Con mejor intención que acierto, interpretaban Oh, Jingle Bells,
con sendos gorritos de Santa Claus en la cabeza. La gente, presurosa y cargada
con sus compras, apenas se paraba ante Sus Majestades, reconvertidos en músicos
callejeros. Había quien se rascaba algunos cobres del fondo del bolsillo y los
echaban en la corona de Melchor, que hacía las veces de cepillo.
Papá Noel les echó medio euro. De
entre sus barbas, algo despeluchadas por la pasada trifulca, sacó la petaca y
apuró el güisqui. Luego, se repeinó la barba, recompuso su casaca roja y se
perdió entre la multitud de la calle Preciados.
Algunos niños, a su paso, le
llamaban, ilusionados: – ¡Papá Noel! ¡Papá Noel!
– Peste de críos. Dónde estará
Herodes –, gruñía él. Y daba un rodeo para evitarlos.