martes, 21 de abril de 2009

Las pelusas del Auditorio Nacional.-

Este domingo pasado teníamos entradas para el concierto. Estaban programados el Adagio de la 10ª sinfonía de Mahler y el Concierto para piano y orquesta nº 2 de Bramhs. En su lugar, por razones que desconozco, cambiaron el programa dedicando la sesión a Prokofiev (concierto para piano y orquesta nº 2 en sol menor, op. 16) y a Shostakovich (sinfonía nº 8 en do menor, op. 65).
A mí, Bramhs me pone mucho. Junto con Bach y Beethoven forman la tríada de compositores por los que siento predilección. Pero uno no es de ideas fijas y también admira a estos compositores rusos que conocieron la revolución soviética. Ambos músicos (Prokofiev y Shostakovich) mantuvieron afinidades ideológicas con ella, aunque eso no les libró de la amenaza estalinista. Sufrieron acusaciones de desviacionismo respecto a las directrices del realismo social. Composiciones demasiado “cacofónicas” (en el caso de Prokofiev), afirmaban los ideólogos de la cultura oficial. Más de una vez estuvo Shostakovich en el punto de mira de los defensores de la ortodoxia por no respetar las directrices de la línea oficial, y no se libró de la enemistad de Khrennikov, presidente de la Unión de Compositores de la URSS.
Ser un gran músico en condiciones difíciles de supervivencia merece un respeto.
La música de ambos está influida por las tendencias más modernas del siglo XX, un antiromanticismo marcado y la introducción de disonancias y tendencia a la atonalidad, alejados de la ñoñez oficial del folclore patrio. Una música que requiere atención y un cierto entrenamiento para desentrañarla y disfrutar de sus cualidades sonoras.
Los melómanos autodidactos y de oído poco educado como un servidor, tenemos ciertas dificultades para su comprensión, de ahí la atención con la que yo escuchaba la orquesta a lo largo del concierto, ajeno al devenir del universo mundo en general… Hasta que sucedió.
Ya digo, estaba yo totalmente embebido en la audición de la sinfonía de Shostakovich, con su aire trágico, e impresionado con aquellas descargas de la percusión, similares a las descargas de artillería (no en vano se estrenó en 1943, en plena guerra mundial, con una Rusia arrasada por la invasión nazi, primero, y por la reconquista de su territorio, después), cuando veo que, desde una de las enormes lámparas del techo, empieza a descender indolente, como con displicencia y desgana, una pelusa de buen tamaño.
La pelusa –como esas que se forman debajo de las camas–, con sus filamentos flotantes talmente que de medusa, y semejantes a pequeñísimos tentáculos que parecían asirse a las ondas sonoras, se dejaba mecer en el aire con la ingravidez de un corcho en medio del océano. En su lento descenso, se pavoneaba entre las luces del escenario con la suavidad de un ser grácil e ingrávido, y bien ajena a su vulgar condición de pelotilla polvorienta. Revoloteó por unos instantes sobre las cabezas de las personas sentadas en las primeras filas del coro, y fue a caer próxima a la bocina de una de las trompetas. Allí debió disolverse en partículas de polvo, desintegrada por los potentes sones del instrumento.
Una pelusa desprendida de un lugar tan inaccesible como es el lampadario del Auditorio, en principio, no da ni para una pequeña anécdota. Pero una sucesión de ellas (hasta tres pelusas de grueso calibre, en caída libre), en un mundo de sonoridad y recogimiento, produce una sensación de absurdo y despropósito: la sala en pleno estaba subyugada por la fuerza expresiva de una sinfonía de tanta enjundia con la octava de Shostakovich, y las pelotillas, flota que te flota, perezosas e ingrávidas.
Ver aquellas pelusonas suspendidas en el aire –gruesas y livianas a la vez– descendiendo mansamente, como resistiéndose a la ley de la gravedad, acaba con el devoto recogimiento del melómano más apasionado. Porque aquellos madejones polvorientos eran un esperpento, una visión absurda columpiándose sobre el escenario. Distraída la devota atención del respetable, éste seguía con la mirada las evoluciones de las pelusas e intercambiaba sonrisas y gestos de complicidad.
Para qué decir más. Roto el clímax, con el oído puesto en los sones de la orquesta y el ojo en el revoloteo absurdo de aquellas madejas filamentosas, los espectadores trataban de imaginar sobre qué cabeza irían a posarse. Yo las imaginaba cayendo sobre los timbales y que un redoble de los macillos sobre el parche las trituraría hasta devolverlas a su original naturaleza de polvo en suspensión. No pude gozar de tan sádica visión. Tras su lento descenso, desaparecieron de mi vista entre la masa oscura de los trajes que visten los maestros de la orquesta.
En fin, no es por meterme en asuntos de policía y limpieza del Auditorio, pero creo que una aspiradora, interpretando un sólo con brío a sala cerrada, libraría al respetable de ser distraído por esos volátiles polvorientos y la gente, durante la audición, estaría a lo que hay que estar, y no mirando al cielorraso y papando moscas.

1 comentario:

  1. Peor habría sido, con todos mis respetos, D. Juan José, que hubiérase tratado de un ladrillo o parte de la tramoya. Eso sí que habría sido peligroso y con un aspirador con brío no se hubiera solucionado. En esos casos recomiendo la tocata y fuga de su admirado Bach.

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