jueves, 18 de junio de 2009

Vencejos.-

Llevaba tiempo pensándome si escribir algo sobre estos voladores chillones y atolondrados. Por eso, a imitación de los escritores de altura, quería antes que nada encontrar un titulo “attirant”, como diría mi admirado Jean Jacques Rousseau Pérez, cuya bew http://www.moncoeurvolage.blogspot.fr/ sigo habitualmente. Quizás algún día – permítaseme el inciso – hable por extenso de JJRP, quien se define a sí mismo como “Un être frôlant-frontalier”; un ser fronterizo matizado por la ambigüedad de su doble y contradictorio apellido: el filosófico y racionalista Rousseau, por un lado, y el mesetario y anónimo Pérez por otro. Una duplicidad incongruente, que él define, como buen cartesiano, como “de hombre ilustrado con boina campesina”, de la que se deriva una percepción acrimonia de la sociedad que le tiene socialmente desubicado.
En fin, como puede verse, el asunto es un pelín complicado y de demasiados vuelos como para ser desentrañado en la bitácora de un jubilata de barrio como la que tienes en tu pantalla en estos momentos, impaciente internauta, que has llegado hasta esta frase y estás a punto de emprender el vuelo en busca de horizontes menos abstrusos. Pero antes de que un clic impaciente sobre el mouse borre todo rastro de esta bitácora, escucha estos cortos versos de Jean Jacques, cargados de perplejidad existencial, que he traducido al castellano para una publicación improbable:
Vuela, vuela, bate tus alas
Sobre el mar inmenso. Que el leve
Espíritu de la inconstancia te lleve
Al cosmos sin retorno.
Ve, vuela, vuela enhoramala…
Bueeeno…, superado sin traumas este sarpullido de fin esprit, volvamos a nuestros vuelos. Porque de vuelos estábamos hablando o, al menos, es de lo que se trataba. Ya digo que quería un título atractivo que llamase la atención del internauta, lector fugaz por naturaleza, pero se me ha cruzado el recuerdo de JJRP y se me ha ido el santo al cielo. Así que no le damos más vueltas al título y lo dejamos en ese sustantivo masculino plural:
Vencejos, punto y guión.
Lo primero que tengo que decir de estas aves es que de “atolondrados”, nada. Lo he afirmado antes y ahora me retracto. Porque esa es la primera impresión que produce en un espectador somnoliento que se asoma a la ventana de la cocina a las siete de la mañana, con las legañas del sueño aún sin enjabonar, y que ve cómo una bandada de vencejos, con sus estridentes píos, parece abalanzarse sobre los geranios de la ventana.
Los vencejos aparecieron hace varias semanas, cuando empezó a apretar el calor. Antes de que alborotaran nuestras madrugadas con sus vuelos desenfrenados y sus píos estridentes, las únicas aves que se acercaban a nuestra ventana eran los gorriones, para los que he improvisado un comedero. Algo así como un comedor de beneficencia que monté el invierno pasado, cuando las nevadas. Pero ya hablé de ellos hace meses y hasta colgué una foto. También es verdad que últimamente aparece, de vez en cuando, alguna urraca y de cuatro picotazos acaba con las reservas del comedero de beneficencia. Pero de esas no quiero hablar.
Los vencejos de mi calle tienen sus costumbres. Llegan de madrugada, desaparecen con los calores del medio día y regresan a la caída de la tarde. Se pasan horas dando vueltas en el espacio entre los patios abiertos a la calle que los atraviesa. Pero su vuelo es anárquico. No siguen una trayectoria elíptica uniforme previsible, ni coordinan sus órbitas, sino que cada cual va a su aire. Se entrecruzan en el aire, cambian bruscamente el sentido del vuelo, chillan como demonios y parece que van a chocar entre ellos o estrellarse contra la pared. Algunas veces tienen el extraño capricho de lanzarse contra la ventana de la cocina, golpean el tubo de la salida de humos y retroceden a una velocidad vertiginosa. Es un juego al que no logro encontrarle ningún sentido.
Sé que los vencejos son aves migratorias apodiformes, de la familia de los apódidos, cuyo nombre científico es Apus apus, especialmente adaptadas al vuelo y que nunca se posan. Son monógamos y tienen una puesta anual. También sé que se alimentan en vuelo, que copulan en vuelo, que, para dormir, se elevan hasta dos mil metros de altura y disminuyen la frecuencia de su aleteo durante el descanso nocturno. Todo eso y mucho más se puede leerse en páginas dedicadas a esta curiosa ave. Lo de “apus”, “apodiforme” o “apódido”, que suena tan raro, es fácilmente entendible si se observan sus patas. Tiene unas patitas tan cortas (de ahí: ápodos = sin pies) que les resulta imposible remontar el vuelo si cayesen a tierra.
Llevo tiempo intentando fotografiarlos pero resulta complicado. Preparo la cámara, estudio la trayectoria que, en apariencia, van a seguir y me dispongo a disparar. Docenas de fotos les he tirado, pero es casi imposible captar su imagen en vuelo. Ellos parecen estar sobre aviso de mi intención y hasta parece que juegan a despistarme. Les veo acercarse en formación más o menos irregular, enfoco esperando a que estén a pocos metros y, cuando le doy al clic, ellos han desbaratado la bandada y cada cual se ha ido por su lado. En la última fracción de segundo han convertido su vuelo en una maraña de trazos que se dispersan en las direcciones más imprevisibles.
Miro a ver qué ha salido en la foto. Sólo he captado las fachadas o un trozo de cielo azul algodonoso. Ellos, mientras, han desaparecido cielo arriba entre chillidos estridentes. Para mí que los chillidos que emiten en ese momento son la burla que hacen del tipo que les espía desde detrás de los cristales. Como soy persistente, he logrado dos o tres fotos aceptables. Cuelgo aquí una de ellas donde se ven tres ejemplares en vuelo.
Pero hay otras especies de fauna urbanícola que se pueden observar desde la ventana de mi cocina. Algún día hablaré de los gatos callejeros que han criado en el patio de vecindad. Esos también tienen sus comportamientos caprichosos, bien ajenos a los afanes de quienes sobrevivimos en este mundo de asfalto y paredes que cierran nuestros horizontes.

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