jueves, 8 de julio de 2010

Avifauna desde la ventana.-


La vida de barrio, en este Madrid tumultuoso, tiene sus ventajas similares, mutatis mutandis (que decimos los culturetas, por aquello de ser originales) a la vida en un pueblo. Si uno se pasa una semana sin salir del barrio, llega a crearse la ilusión de estar viviendo en un lugar apacible, hecho de dimensiones humanas. Si uno, además, es jubilata y ya no depende del transporte público para ir a trabajar al quinto coño, cosa que le ocurre a gran parte de la ciudadanía, descubre el placer de caminar sin prisas y cruzarse con gente cuya cara reconoce. La cara del quiosquero, la del vendedor de cupones de la ONCE, la de la estanquera o del coreano que regenta el restaurante de debajo de casa. Y, aunque parezca extraño, al cruzarte con ellos les dices “Buenos días”, “Adiós” y otras fórmulas de cortesía casi olvidadas.
Vas al mercado, a la panadería, a la farmacia (los jubilatas vamos mucho a la farmacia, cosas de la edad) y pegas la hebra con la frutera, el pescatero del súper, el zapatero remendón que te echa medias suelas, la farmacéutica que te adelanta las medicinas antes que te las recete el médico del seguro. Casi, casi, como si estuvieras viviendo en un pueblo donde todo el mundo fuese de allí de toda la vida.
Pero no es sólo el hecho de sentirte miembro de una colectividad, es que, además, hasta puedes dedicarte a la observación de la naturaleza. Esa naturaleza que logra sobrevivir entre bloques de casas y en espacios parcelados, como los patios comunales del barrio de la Concepción; barrio donde un servidor habita desde hace décadas, cuando un día se vino a la capital del reino buscando horizontes mentales más amplios y mejores posi
bilidades de trabajo.
¿Y qué mejor observatorio que la ventana de la cocina? Nunca se ha hecho el elogio de la ventana de la cocina, quizás por lo modesto, y aún vulgar, de su existencia, pero es un observatorio excelente para observar a las avecicas del cielo que sobreviven en un medio tan hostil. Quienquiera que guste de la naturaleza, como es mi caso, debería tener una ventana de la cocina desde la que ver el vuelo de los vencejos, el afán diario de los gorriones, la mala leche de las urracas, las plastíferas palomas que todo lo enmierdan.
Debe saber el improbable lector que la vida del jubilata da para mucho, incluyendo la observación como naturalista aficionado. Y desde la ventana de la cocina, mientras uno friega los cacharros o se afana entre los peroles, ve a los vencejos que aparecen por la mañana temprano y empiezas a dar vueltas enloquecidas, con sus chillidos estridentes. Ve cómo se lanzan, semejantes a aviones de caza, contra el cristal. Cuando parece que se van a estrellar contra él, a semejanza de los pájaros de Hitchcok, hacen un quiebro imposible, se posan un segundo en el tubo de la salida de humos, lo golpean y emprenden su vuelo. Nunca he entendido por qué lo hacen, pero tienen ese comportamiento absurdo, como de ruleta rusa, de a ver quién se arriesga más sin chafarse el pico.

Pero son los gorriones una fuente de entretenimiento que puede llenar horas del jubilata, talmente como si se tratase de dirigir las obras públicas desde la valla. Estropajo en mano, mientras enjabona cacharros, observa las peleas de estos pajaritos por ver quién come más deprisa las migas de pan. En esta época de cría, a veces acuden por parejas y comen en santo amor y compañía. A veces, hay varios ejemplares – cuatro o cinco – que comparten, a regañadientes, el contenido del cuenco donde les pongo la pitanza. A veces, hay algún gorrión que parece el amo del cotarro y espanta a los demás a picotazo limpio. Es de vez las broncas que organizan, como si la comida fuese de su propiedad particular y no de la colectividad. Observándolos, uno llega a creerse que imitan a las sociedades humanas, donde el pájaro más fuerte se apropia de recursos que están a disposición d
e toda la fauna gorroionesca. Uno, que tiene sus puntos de filósofo, reflexiona sobre su comportamiento y llega a convencerse de que la etología de estas aves es muy similar a la humana: egoísmo, insolidaridad, acaparamiento de recursos en provecho propio… El otro día apareció por la ventana de la cocina un gurriato alicorto que, a cada adulto que venía, se aproximaba batiendo las alas con gesto y pío-pío de desamparo, como pidiendo ser adoptado. Como única muestra de afecto recibía algún picotazo que le hacía ir corriendo al rincón donde están los cactus, con sus píos lastimeros…
Las urracas son mala gente; una especie de gansters con frac de buen corte y pechera impoluta. Vienen a escondidas y avasallando, agreden a los gorriones y, de dos picotazos, se zampan todo el contenido del comedero. Si te acercas, te miran con desconfianza, lanzan un despectivo ¡Crraacc! y se marchan con un aleteo que parece un corte de mangas.

De las palomas, ni hablo. La otra noche estacioné el coche debajo de una farola y me lo dejaron perdido de cagadas enormes y apestosas. Eso que dice el Génesis de aquella paloma que volvió llevando un ramito de olivo en el pico nunca me lo he creído. Seguro que Noé la echó fuera del arca porque se la había puesto perdida en los cuarenta días que duró el diluvio. Y encima, no había túneles de lavado como ahora…

1 comentario:

  1. ¡Qué bien escribe usted, don Juan José, especialmente cuando se centra en la cotidianeidad y no le tientan esos pseudo panfletos al gusto de otros blogs sectarios que circulan por ahí. Este es grande, con una perfecta elección de fotografías.

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