jueves, 14 de octubre de 2010

Teoría de la tercera edad.-


Pensaba estos días que vivimos unos tiempos en los que nos movemos en categorías prefijadas por pura convención social; encasillamientos en los que nos instalamos y que actúan como certezas que nos liberan de la molestia de pensar. Esa sensación, al menos, es la que he sentido ante algo tan trivial como es haber recibido estos días la tarjetita del abono de transportes de la tercera edad, ésa que certifica – de hecho – que uno ha llegado a los 65 años y es irremisiblemente un jubilado teórico y práctico y a todos los efectos.
Condición de jubilado que lleva aparejadas algunas ventajas sociales (transporte casi gratuitos, viajes del INSERSO, entradas libres a los museos…– Todo eso mientras el programa de festejos neocom no vaya metiendo la tijera –) y un montón de achaques que van tomando posesión de la persona humana (como dicen por ahí) de cada cual; molestos okupas que un día se te instalan en los entresijos del cuerpo y del alma como si fueses una casa en lento proceso de ruina, y no los desalojas por muchas visitas que hagas a la farmacia o al gerontólogo de guardia.
Cuando llegué el otro día al estanco y me dieron el documento de marras, respiré tranquilo, como si, por fin, abandonase ese limbo de imprecisión en el que me he movido estos tres últimos años. Porque un individuo como un servidor, que se jubiló anticipadamente, es un elemento social que aún estaba en edad laboral pero al que la legislación vigente le había permitido esa vía de escape. Vía que uno aprovechó no porque el trabajo le resultara una actividad insufrible – más bien lo contrario: resultaba hasta gratificante y razonablemente bien pagada –, sino por el íntimo convencimiento de que el trabajo asalariado es, simple y llanamente, una maldición bíblica. Un dios justiciero – o rencoroso – según la perspectiva de cada cual, condenó a la humanidad a dedicar gran parte de su vida al trabajo del que otros, menos alcanzados por la maldición bíblica, sacan provecho.
“ In sudore vultus tui vesceris pane, donec reverteris in terram” (Comerás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra), eso, al menos, es lo que – según la Vulgata Latina – dice el Génesis que dijo ese dios bíblico al que – en ese mismo Libro – se dice fue el primer hombre sobre la tierra. Un pesimismo antropológico que siempre he tenido muy presente, con independencia de las connotaciones religiosas en las que se sustentaba. Claro que, en mi descargo, puedo decir que la razón de ver en el trabajo una maldición divina y no una oportunidad de progreso no es del todo mía. A los de mi generación nos educaron dentro de una rancia cultura católica que impregnaba todos los aspectos de nuestras vidas. Si en lugar de haber vivido una infancia y juventud nacional-católicas hubiese nacido en una sociedad calvinista ginebrina, ahora no sería un jubilata que arrastra el lastre del pesimismo social, sino que sería un broker, un banquero intoxicador de economías domésticas mediante subprimes, un acaparador de stock-options o un traficante de armas.
Ya se sabe cuál es la justificación moral del capitalismo: el éxito en los negocios es un signo cierto de predestinación divina. Si triunfas en la vida, si acumulas riquezas, es que Dios te ha señalado con su dedo como a uno de sus elegidos; si eres un asalariado de medios pelos, ese mismo dios te da la espalda. Y no te digo si eres un parado de larga duración: esta vida no es más que un anticipo del infierno por venir.
Si Calvino hubiese tenido sentido del humor, hubiese dicho a los suyos: Al que nace pa´ martillo, del cielo le caen los clavos. Pero el humor les está vedado a los fanáticos religiosos.
Tercera edad, a lo que íbamos. En el juego de la Oca de la vida, la ficha acaba de caer en esa casilla y la etiqueta correspondiente ya es para el resto de lo por vivir. Para huir de ese encasillamiento hay subterfugios muy cotizados: "por dentro me siento joven, estoy lleno de proyectos, mi reloj biológico marca 15 años menos…" Y todas esas técnicas de libro para el refuerzo de la autoestima y negación de la evidencia. Pero la técnica más socorrida en nuestra sociedad es la de la hiperactividad. El abuelo de boina y charla pausada al sol ha dejado paso al jubilata dinámico; el que se monta un blog, el que va al gimnasio, viaja, estudia idiomas, devora actividades culturales.
Cualquier cosa menos una vida sin objetivos. Una huída hacia delante en busca de una juventud que se quedó atrás. Cualquier cosa vale, menos pararse, hacer introspección y pensarse a sí mismo como un ser que algo debe a la sociedad y que ésta le reclama: Puesto que ya no produce, al menos que consuma.
Mira por dónde, uno, de repente, se ve a sí mismo bajo una perspectiva heideggeriana: el jubilado no es más que un ser-para-el-consumo. ¿Para qué sirve un individuo improductivo y con una asignación mensual? La respuesta es evidente: para consumir. En la medida que consume, compra, gasta, justifica su existencia como ser social. De cualquier otra forma, la sociedad no podría soportar el coste de su mantenimiento. Porque la esencia social del jubilata no es ser (improductivo) sino tener (objetos de consumo) en la medida que su jubilación se lo permite.
Eso sí, es fundamental que no piense demasiado. “No piense usted, que la caga”, es lo que le dijo el teniente, según nos contaba Mariano, cuando hacía las milicias universitarias. De ahí lo recomendable de la hiperactividad; quien se dispersa en mil proyectos no tiene tiempo para la reflexión y, falto de mirarse por dentro, no descubre el truco: es utilizado como engranaje de la gran máquina que va triturando lo que el sistema productivo elabora y la publicidad nos incita a consumir.
Pero basta de filosofías de bolsillo. De cualquier forma que uno se sienta, con estas edades u otras, lo que sí es recomendable, para sentirse despreocupadamente feliz, es tener presente el lema de la vetusta universidad de Cervera: “Lejos de nosotros la funesta manía de pensar”.
Ignarus sum, ergo felix! (Libro de Los Proverbios, apócrifo).

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