jueves, 2 de diciembre de 2010

El tratro y la vida.-


Uno no va mucho al teatro, por razones que no vienen al caso, siendo, como es, el espectáculo que más le gusta. Uno ya sabe desde siempre que el teatro es un artificio, como lo es el cine. Aun así, prefiere el primero al segundo porque lo considera más “natural” y próximo al espectador.
De técnicas cinematográficas – que se le perdone la ignorancia – uno no sabe gran cosa; apenas que un fragmento de escena puede repetirse durante horas hasta conseguir que salga bien; luego, al montarla, se pega a la anterior y a la posterior y ya tiene uno una secuencia aparentemente perfecta y siempre igual a sí misma, no importa cuántas veces se proyecte sobre la pantalla.
En el teatro, no. El actor se la juega a cada representación, y el espectador está allí presente, acechándole, y se remueve inquieto en su butaca si las cosas no salen como debieran. No puede decirle el actor, si se trabuca: “Un momento, hombre, que repito la escena. A ver si ahora le gusta más”. Actualmente somos más circunspectos y apenas nos quejamos, pero en tiempos, ya se sabe, los espectadores no se andaban con miramientos y les tiraban tomates.
Por lo demás, tan artificioso es el teatro como el cine. El escenario teatral no deja de ser un espacio vacío, cúmulo de convenciones a las que llamamos decorados, que aceptamos por realidades. Los actores fingen un personaje que, por gracia de la acción, se transmuta en una persona viviendo su propia vida; viene a ser, como quien dice, un juego de muñecas rusas insertadas una dentro de otra: el actor dentro de la piel del personaje al que transciende como ser de ficción para convertirlo en una persona tan real como estemos dispuestos a creernos. Y el remedo de vida representada, mientras dura la obra, es tan semejante a la realidad que el espectador hace un acto de fe y se lo cree.
Con la única condición, claro está, de que nos encante, de que sea mágico. Esto es, por arte de birlibirloque el espectador se ve trasladado a un mundo maravilloso donde todo es ficción/realidad; lo sabe y no le importa, así que renuncia momentáneamente a su propia existencia y se mete en los entresijos de vidas ajenas que sabe fingidas pero verídicas y, por eso mismo, creíbles.
Ya digo, el teatro es una forma de encantamiento, como lo fue el retablillo de maese Pedro para don Quijote. Don Gaiferos, rescatando a su dama Melisendra de la morisma, era tan real que el caballero de la Triste Figura, por ayudarlos en su huída, sacó su espada y repartió mandobles hasta no dejar títere con cabeza. También a un servidor, de haber podido, le hubiese gustado saltar al escenario y convertirse en un personaje dieciochesco en la Francia que transitaba de la Monarquía a la Revolución. ¡Ah!No lo había dicho antes: la obra que estuvimos viendo fue Beaumarchais, de Sacha Guitry, interpretada por Joseph Mª Flotats.
De Pierre Augustin Caron de Beaumarchais uno sabia, desde el lejano bachillerato, que era dramaturgo y había escrito El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro, y poco más. Así que indaga un poco en la vida de este personaje/persona y se encuentra con un hombre de origen modesto – hijo de un relojero – que estuvo al servicio de los dos Luises, XV y XVI, y fue espía, naviero, traficante de armas, prisionero en las cárceles reales, sufrió procesos judiciales muy sonados en su época, defendió la independencia americana y coqueteó con la Revolución francesa y casi le cuesta la cabeza. Una vida digna de representarse sobre un escenario.
Pero, como uno no tiene aptitudes de crítico teatral, poco puede decir salvo la admiración que siente por Flotats y su refinamiento cultural. Ya hace un par de años, tuvo ocasión de verle en La Cena, vis a vis con Carmelo Gómez. Representaban a dos conocidos personajes que vivieron la caída de la monarquía, la Revolución Francesa, el Imperio Napoleónico y la Restauración. Ocuparon altos cargos con Napoleón: el siniestro Fouché, director de la policía, y el taimado Tayllerand, ministro con Napoleón y restaurador de la monarquía en la personal de Luis XVII. Dos personajes, el uno siniestro y el otro depravado que se entendieron muy bien y a los que retrató certeramente Chateaubriand en sus Mémoires d´outre-tombe (por casa hay una edición de Garnier, 1989): “De repente, entró el vicio apoyado en la traición”, dice de ellos cuando los vio en la antecámara del rey.
Pues bien, La Cena nos contó cómo ambos enemigos políticos se alían en defensa de sus personales intereses. Después de ver a Flotats encarnado a Tayllerand en la escena, nunca me he podido imaginar al viejo diplomático dieciochesco más que bajo su aspecto y sus ademanes. Y me temo que, tras verle interpretando a Beaumarchais, cada vez que oiga Las bodas de Fígaro, de Mozart, o El barbero de Sevilla, de Rossini, no podré dejar de identificar en una misma persona a Flotats, Beaumarchais y Fígaro.
Ese Fígaro, enamorado de Rosina, de quien el conde de Almaviva quiere beneficiarse, le echa en cara al noble: “Porque sois un gran señor os creéis un gran genio… Nobleza, fortuna, riquezas… ¿qué habéis hecho para tener tantos bienes? Os habéis tomado la molestia de nacer, y nada más”. Fígaro trae al escenario aires de fronda y revolución, ya que critica al estamento nobiliario en tiempos de una monarquía absoluta. Beaumarchais habla por boca de su personaje y denuncia la injusticia de una sociedad estamental, donde el nacimiento condiciona a las personas. Puro reflejo de la vida.
En estos tiempos, Fígaro les hubiese echado en cara a quienes controlan los capitales especulativos: “Porque sois poderosos os creéis con derecho a saquear las naciones y empobrecer a los pueblos…”
Releo lo anterior y me doy cuenta de que llevo un rato divagando…Pero ¿Quién podría decir que el teatro no es reflejo de la vida?

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