miércoles, 10 de agosto de 2011

Pacontrarias: un viejo manifiesto que sigue en vigor.-



Tras incontables consultas a los más conspicuos astrólogos del mercado mundial del ramo, y previa reunión tumultuosa de los santones poseedores de las verdades universales, enzarzados en discusiones bizantinas sobre la posesión de la Verdad Cósmica, reclamada en exclusiva por todos y cada uno de ellos, se ha llegado a una conclusión obvia que, modestamente, quien esto escribe ya sospechaba. A saber: que la humanidad se divide en dos grupos irreconciliables. Uno, nosotros - los amigos de Paco -, y el resto.


A despecho de los envidiosos, la minoría selecta la formamos Lorenzo y yo, que gozamos -inmerecidamente, claro está- del privilegio de la desinteresada, y no por eso, menos grandiosa amistad de Paco, en cuanto que nos hace partícipes de su cosmovisión acerba y lúcida. Lucidez sazonada con una reconcentrada mala leche que no es sino consecuencia de la apasionada observación del entorno social y, por ende, la fortísima convicción de que los humanos son un hato de cabrones sin remedio conocido ni previsible.


De ese aserto irrefutable se desprende el siguiente corolario, de prístina evidencia para cualquier mente lúcida; esto es: que la humanidad, tanto en la versión bíblica de una primera pareja deshauciada por un dios celoso de sus privilegios, como en la científica que supone el origen humano en un mono primigenio, es una raza de seres biológicamente complejos pero con un intelecto de una simplicidad similar al de las amebas.


Y no fuera eso lo malo, ya que entonces nuestro sufrido planeta sería una apacible charca de infusorios ignorantes, pero felices, sino que, en esa hipertrofiada cavidad ósea que exhiben los humanos en el extremo superior de su espina dorsal, se aloja una deficiente conexión neuronal que les predispone a la comisión de todas las aberraciones conocidas y por inventar, y que les hace merecedores de todas las desgracias que a sí mísmos se causan, con gran regocijo, no exento de justificado menosprecio, de quienes formamos parte de la minoría selecta arriba expresada.


Tiempos hubo, ya felizmente sumidos en el negro pozo del olvido, en que nosotros, los elegidos -Lorenzo y yo- éramos prisioneros de la ignorancia, hasta que abandonamos la mísera condición de humanos gregarios e irraciones por obra y gracia del que fuera nuestro mentor y ahora es nuestro oráculo: Paco, conocido entre nosotros -los iniciados- como Pacontrarias, quien, en suprema muestra de desdén por la sociedad y sus vanidades, se oculta bajo la discreta apariencia de un funcionario de la Justicia española, que es bajeza difícilmente superable, pero prueba inequívoca de su actitud despectiva por las pompas mundanas.


El Boñar, modesto restaurante donde tiene su comedero una heterogénea fauna de albañiles, sudacas, moros de patera, parados sin amo ni morada estable y otros individuos en lento proceso de desintegración social, es el privilegiado lugar donde, ante descomunales pucheros de garbanzos con callos, nuestro Pacontrarias imparte sus conocimientos y reparte sus aceradas opiniones sobre la purulenta y pestífiera sociedad en la que nos toca vivir.


Blandiendo en la mano diestra -a modo de espada justiciera- un tenedor en cuyos dientes se ensarta un trozo de callos rezumando pringue, con voz tronitosa y adusto además, aniquila con su verbo certero todo argumento que suponga una tímida defensa del orden establecido. Su calva potente y su frente vigorosa, cual arietes temibles, lanzan terribles y demoledores mazazos argumentales que desmoronan las mejor elaboradas defensas intelectuales del Sistema.


Aquellas cejas hirsutas que se encaraman sobre sus arcos supraciliares a modo de pilosas excrecencias, imponen tan incontenible temor a su oponente, que éste pierde su hilo argumental y tiembla cual judío tornadizo ante el inquisidor de plantilla. Sus ojos, cual carbunclos igníferos, desde la profunda espelunca de sus cuencas, escudriñan, sopesan al contrario y descubren las fisuras intelectuales de sus argumentos que debarata de un zarpazo encabronado y desdeñoso, mientras se echa al coleto un trago de vino peleón.


En él vemos sus incondicionales la imagen viva del dios bíblico, justiciero implacable y terrible al que nosotros admiramos con reverencioso temor, a la vez que nos embarga la feliz satisfacción de sabernos sus amigos y, por ello, venturosos miembros de la parte privilegiada de la humanidad.


Y, aunque él sostiene que no hay paraíso conocido, nosotros tenemos la íntima convicción de que llegaremos, por lo menos, a disfrutar de un Edén sucedáneo -a falta de mejor premio- el día que veamos en la Puerta del Sol instalada la guillotina, cuya benefactora cuchilla irá cercenando los cuellos de políticos, jueces, capitalistas, burgueses satisfechos, clerigalla, ejecutivos agresivos, especuladores bolsistas, periodistas falaces... y toda la turbamulta de peones, lacayos y paniaguados que, con la sumisión propia de seres inferiores, coadyuvan al mantenimiento de esta sociedad infecta a la que nosotros -roncos de gritar anatemas y próximos al coma etílico- con todo entusiasmo mandamos a la mierda. Amén.

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