domingo, 6 de mayo de 2012

Con barro en las botas


Seguro que los urbanitas vocacionales nunca han vivido la experiencia doméstica de llegar a casa a las once de la noche y con barro hasta las rodillas, y que la santa te mire como a un mal marido que la abandona para irse de juerga con sus amigotes de montaña.

Pues eso es lo que le ha ocurrido a este jubilata este sábado pasado, que se fue de madrugada a caminar los caminos embarrados de la serranía de Cuenca y regresó a casa de noche y embadurnado en barro rojo. Las huellas terrosas sobre el parqué casero no son la mejor carta de presentación cuando uno llega a las mil en un día de perros, mojado como un pollo, suelta los arreos montañeros escurriendo agua y dice: “Hola, chata ¿Qué tal?” La santa, viendo al individuo que se supone su marido, pero de tal guisa, por toda respuesta, te mira como si hubieras salido a comprar tabaco hace un año sin dar mayores explicaciones, y te suelta un: “Un poquito tarde ¿no?” Tú, que ya sabes de qué va la cosa, callas y te vas a la ducha, a ver si el agua caliente remedia algo tu triste situación. Eso sí, en tu fuero interno te juras que el próximo sábado te vas al monte, a pesar de que se ceben contigo todas las inclemencias del tiempo y te caigan encima todas las tormentas domésticas.

Si uno, en vez de afición a la montaña, la tuviese a la maría, sabría que era un adicto y, a lo mejor, se sometía a una cura de desintoxicación. Pero ni los alcaloides de la coca tienen el tirón de un día en el monte.

Hombre, tampoco fue para tanto. Se trataba de hacer una marcha circular desde Carrascosa de la Sierra a Santa Cristina bordeando la Hoz Somera y, al regreso, recorrer parte de esta hoz, cuyas aguas vierten al río Guadiela. Tienen de especial estos paisajes el ser tierras calizas que han dado lugares a grandes formaciones kársticas, como ésta Somera o su hermana la de Tragavivos. Las corrientes de agua han ido erosionados, durante milenios, estas rocas calizas deleznables, produciendo hundidos, resquebrajaduras, corredores, enormes paredes verticales, mientras que los fenómenos meteorológicos han pulido las rocas con formas caprichosas.

Nosotros bajamos por los Castillejos hasta la hoz. Imagino que el nombre de “castillejos” les viene por esas curiosas formaciones en forma de torres irregulares y tormos, entre los que discurre el camino de bajada. Es terreno donde abunda la vegetación; arriba, pino laricio, enebros arbustivos. Por doquier, pinos, matas de boj, tomillos, gamones, aliagas apenas florecidas, matorral… Lugares donde el hombre apenas ha dejado su huella y el bosque se muestra exuberante y fresco con las lluvias que se empeñan en acompañarnos durante la jornada. 
Recorrer estos parajes no tiene precio. Verse en lo alto de un pasadizo, con el paredón a tu espalda y el precipicio a tus pies (a prudente distancia, eso sí), dispara la adrenalina y el sentido estético. Los ojos miran ansiosos el paisaje y quieren llevarse, a modo de impresiones fotográficas, el vuelo pausado del buitre, el rumor del aire, el olor a plantas aromáticas y humedad boscosa, cada una de las resquebrajaduras caprichosas de la roca, y se encuentran con situaciones tan inverosímiles como ese pino que ha crecido en una pared vertical, agarrado a una grieta, en un equilibrio que a uno se le antoja imposible.
Para qué insistir. La lluvia nos castigó toda la mañana, desde el mirador del Águila apenas divisamos un paisaje brumoso, los caminos arcillosos se pegaban a nuestras botas, en casa me torcieron un poco el morro al llegar tarde y embarrado, pero uno es reincidente y no se arrepiente de esa pasión por los espacios libres, la naturaleza en estado puro, y las sudadas que se pega monte arriba, con el corazón y los pulmones trabajando a plena máquina. Lo jodido de todo esto es que la edad te va avisando y tienes que medir tus fuerzas. Pero siempre nos quedarán los caminos…

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