miércoles, 18 de julio de 2012

El Artiñuelo.-


No es ningún bicho pequeñajo ni ningún artilugio de utilidad poco conocida, es el arroyo que pasa por Rascafría. Nace bajo el collado de la Flecha y atraviesa el pueblo para unirse con el de los Apriscos para desembocar en el río Lozoya.

Es uno de tantos arroyos como pueden verse por la sierra madrileña, pero a mí me cae especialmente simpático, quizás porque es un vecino de amable compañía que pasa a la vista de nuestras ventanas, al que he dedicado varias visitas en estos días que practico el oficio de veraneante. Pasa por delante de casa con su murmullo de agua y nos regala la frescura de su vegetación, tan de agradecer en estos días veraniegos. Es una frontera amable que nos separa del bullicio del pueblo. Basta cruzar la pasarela de Manola para estar en la plaza de la Villa con su ajetreo de turistas, las tiendas y los coches.

El Artiñuelo desde lo alto del camino
Una de estas mañana decidí explorarlo siguiendo su curso desde la parte alta del pueblo, por un lateral del barrio de las Matillas, a su izquierda. De aquí sale un camino cómodo que lleva hasta el molino del Cubo, un antiguo molino harinero del que se tiene constancia, al menos, desde el siglo XVIII, y que estuvo en funcionamiento hasta los años cincuenta del siglo pasado. Hoy se mantienen en pie malamente sus paredes y está todo él cubierto de una maraña de vegetación que hace imposible acercarse. Sigue en pie el arco en ladrillo por donde desaguaba el salto de agua que impulsaba su rueda motriz y puede verse aún una de las piedras de moler. El lugar tiene algo de romántico, de ese romanticismo de las ruinas que invita a la melancolía y a la meditación sobre la fugacidad de la vida y demás sentimientos becquerianos.
Vacas sesteando en el embalse

Pero a este jubilata, la verdad, el lugar le parece un pequeño paraíso lleno de vida: el arroyo baja rumosoro, la umbría de los árboles de ribera hace pensar que estamos lejos de cualquier lugar habitado, aunque apenas algo más de un kilómetro camino abajo está el pueblo, los pajaritos (como el jubilata no es ornitólogo los llama “pajaritos”) gorjean y el aire huele a mañana fresca. Y a uno, que a las siete de la mañana ya estaba caminando, le parece que todo esto lo tiene a su personal disposición solo por haberse tirado de la cama nada más aparecer las primeras luces del día.

Arroyo arriba, hasta la vieja presa, se puede ir por ambas vertientes. El camino más interesante es el que sube por su orilla derecha ya que se convierte en una senda que gana altura y trascurre por entre robles y roquedo, para bajar de forma abrupta hasta el pie del muro.


Aliviadero en cascada
Esta pequeña presa, de donde se toman aguas para el pueblo, actualmente está colmatada con limos que han aflorado sobre el nivel del pantanillo. Tiene un aliviadero en escalera por donde las truchas pueden remontar la corriente y, debido a la presión de las toneladas de materiales depositados, el muro está agrietado y por allí se escapa el agua a borbotones. Si uno va por el camino de su margen izquierda, una buena pista entre robles lleva hasta la parte alta de la presa, con el bosque haciendo barrera por su mano derecha, según gana altura.

Desde aqui se aprecia el embalse casi cubierto de materiales
Pero hay otra forma de llegar a aquel paraje. Si uno toma la pista que sale junto al campo de fútbol puede seguirla hasta la cota 1320. La pista hace primero un quiebro pronunciado hacia el arroyo del Collado Vihuelas y gira hacia la izquierda, sigue aproximadamente un kilómetro y, en la cota dicha, hace un quiebro pronunciado hacia la derecha. Justamente en esta curva hay un zarzo de alambre de espinos, se pasa éste y aparece una senda cuya huella todavía es clara.

La senda transcurre en medio del robledal, tan cerrado que uno no encuentra puntos de referencia. Además, la huella del sendero es débil en muchos tramos y parece perderse, pero no, puede seguirse manteniendo, más o menos, la horizontalidad del trazado. Al cabo de un rato, por entre el bosque pueden vislumbrarse, muy abajo y a nuestra izquierda, trazos del camino que va paralelo al arroyo. El mejor indicador para saber que uno está en la vertical del pantanillo es un roble ahogado por el abrazo de una hiedra, que destaca por su color negruzco entre el verde oscuro de la masa vegetal. Desde aquí al camino, apenas unos metros de bajada.

Es una caminata sin mayores dificultades en la que pueden emplearse un par de horas, ideal para que el caminante madrugador disfrute de la amanecida y regresar a casa a la hora del desayuno. Luego queda mucho día por delante para dedicarse al apacible oficio de veraneante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario