miércoles, 2 de abril de 2014

Cosas de ficción.-


Estas últimas semanas de cojo provisional se van llenando de lecturas. Ya se ha dicho en una entrada anterior que las muletas proporcionan una movilidad muy limitada, con lo que un jubilata en la flor de la vida se encuentra con problemas para desarrollar actividades que, hasta que se quebró el hueso de la pierna, eran habituales, tales como salir al monte, subir o bajar las escaleras del metro, ir con el carrito de la compra al mercado o asistir a los conciertos del Auditorio Nacional o a los Cursos para Mayores de la UNED.

Esas actividades y otras muchas, que de tan elementales uno olvida, quedan aparcadas a la espera de recobrar la funcionalidad motora. Pasarse el día clavado en una silla es un tormento de baja intensidad pero continuo, que resultaría insoportable si no fuese porque hay vida más allá de donde te puedan llevar tus propios zapatos. Solo que esa vida se mueve en un mundo paralelo a la realidad y solo es alcanzable mediante el chute de ese estimulante (de momento, autorizado) que se encuentra entre las páginas de los libros. La lectura, para entendernos, es como el canuto de marihuana hecho de papel y tinta, relleno de una sustancia alucinógena que te coloca en cuanto le das una bocanada a los primeros párrafos.

De las tablillas sumerias al E-Book,  de la epopeya de Gilgamesh a Moby-Dick, de la escritura cuneiforme al sistema Braille, cuántos incapacitados han superado el tedio de una vida de horizontes limitados gracias a eso que llamamos libro, sea cual sea el soporte de escritura. Pues bien, a este incapacitado provisional, el libro le está proporcionando horas y horas de ocupación que transcurren  lejos de la realidad átona a la que le atan la escayola y las muletas.

Y lo mejor de todo es que no hay límites. Uno puede elegir el universo por el que navegar y ponerse a ello sin más trámites que abrir las páginas y leer. En estas semanas, el universo que este jubilata ha preferido ha sido un escarceo por la literatura francesa. Eso sí, con escaso rigor y un poco a ver qué tiene uno en su biblioteca doméstica. 

Como había leído algo en Internet sobre el preciosismo literario, en el que los conceptos y las palabras se emplean según su dignidad estilística, se me ocurrió leer La princesse de Clèves, de Mme. La Fayette, pura literatura de salón. El planteamiento es simple: casada en un matrimonio de conveniencia, la princesa de Clèves se enamora del duque de Nemours, quien le corresponde con una pasión rendida, pero discreta. La protagonista, en vez de montarse un bonito ménage à trois como era usual en la época, se resiste a sus inclinaciones por el de Nemours, le confiesa su pasión al marido, éste languidece de desamor y termina muriendo de tristeza. Viuda y sintiéndose culpable, en vez de ceder a las castas proposiciones matrimoniales de su amante, se retira a un convento. Lo que cuenta en la obra es la evolución psicológica de los personajes y la expresión de unos sentimientos alambicados, muy del gusto de los salones barrocos parisinos. Si uno lo lee en francés, miel sobre hojuelas.

Como un servidor no es crítico literario, sino lector desbridado, decidí que, para desengrasar, debía leer algo licencioso que hiciera olvidar tanto preciosismo empalagoso y tantos amores asexuados, así que me incliné por la obra de Donatien Alphonse François, que así se llamaba el marqués de Sade. Y en esas estamos. La tesis de Sade tampoco es complicada: para la Naturaleza el vicio y la virtud le son indiferentes. Ahora bien, como el vicio siempre triunfa y la virtud sufre injusticias, mejor ser vicioso y feliz. Entendidos “vicio” y “virtud” en sentido amplio, y traídos a estos tiempos, viene a decir: vale más ser un gürteliano genovés que un desahuciado por Bankia.


Les infortunes de la vertu, en realidad es eso. Si M. de Bressac, cada vez que la virtuosa Sophie desobedece sus maldades, la ata a una encina, la desnuda y la da de verdugazos, es para que quede claro  que el rico y bujarrón marqués de Bressac siempre sacará adelante sus malos propósitos y disfrutará de sus perversiones, mientras que la inocente muchachita irá dando tumbos hasta caer en manos de la justicia, acusada de todas las depravaciones imaginables.

Y si uno se para a pensar en ello, se da cuenta de que la historia de la Princesa de Clèves nos lleva a parecida conclusión. Su vida virtuosa de esposa casta y fiel termina por matar al angustiado marido, siempre en sospechas de cornificación, ella termina marchitando su juventud en un convento, y el apuesto amante, sin catarlo.

Que el improbable lector no se moleste por estas conclusiones tan superficiales que uno saca de sus lecturas, que también lleva en paralelo  otras más profundas, como los Ensayos, del señor de Montaigne. Pero de ello, si llega el caso, se hablará en otra ocasión. 

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