miércoles, 30 de julio de 2014

Crónicas serranas, III: Los tejos de la Cancha Redonda.-

Peñalara desde los pastizales de Alameda.
El improbable lector que no sea montañero avezado en los vericuetos Carpetanos no tiene por qué saberlo - ni falta que le hace, seguramente - pero este jubilata se lo cuenta porque lleva ya varias subidas hechas por caminos, por entre piornales y rosales silvestres, entre pinos silvestres y algún canchal que otro. Todo para admirar los hermosos tejos que crecen a lo largo de la cuenca de los arroyos que llaman de la Cancha y de la Redonda y su confluencia con el Artiñuelo en torno a los 1400  metros de altitud.

Son regatos bravíos que nacen allá por los 2000 metros, al pie del Reventón, bajan por los lugares que llaman los Canchos y la Redonda (a veces los topónimos no andan sobrados de imaginación), para llegar, a saltos, como corzos huidizos, hasta  la pista que se tiende perezosa y zigzagueante a unos 1600 metros de altitud. Cruzan bajo ella, con prisas por perderse monte abajo, para unirse antes de tributar en el Artiñuelo. 

Ambos ya Artiñuelo, éste se encaja en un vallejo crespo, cerrado entre roquedos por su margen izquierdo y rebollares en su derecho, para sosegarse en una vieja presa colmatada, cuyo muro resquebrajado rezuma las aguas que se filtran entre las capas de piedra y limo que el tiempo y  la erosión han ido depositando en el interior de su vaso.


Pero ahora no se trata del Artiñuelo, del que ya se ha hablado otras veces y se seguirá hablando cuando haya ocasión. Porque de éste quedan por ver, todavía, sus afloramientos de mármoles en altitudes que deben estar en torno a los 1800 metros. Un fenómeno geológico raro en estas sierras de rocas plutónicas, según los que saben de esto.

Tejo solitario.
Pero, ya digo, ahora se trata del arroyo gemelo de la Cancha Redonda, cuyo nombre sin aristas oculta lo bravío y esquinado de su curso; cuyas aguas saltan entre las piedras del cauce sin darse tregua, transcurriendo por lugares tan abruptos y sombríos que resulta muy difícil seguirlo, e incluso aproximarse a él. Y una vez que se llega, apenas entra la luz del sol, la vegetación es tan tupida y el silencio tan clamoroso que uno se siente como si estuviese profanando un santuario; último refugio donde se han ocultado los antiguos dioses de la naturaleza, sustituidos sus viejos templos por centros comerciales. 

Impresiona la soledad del lugar, la dureza del relieve, las sombras que envuelven aquellos parajes y, por encima de todo, el silencio. Un silencio hecho de rumores entre el ramaje, como si los árboles manifestaran su descontento por la presencia del intruso, y el arroyo dejase oír un murmullo irritado por culpa de ese bípedo que, con sus viejas botas montañeras dentro del cauce, se refresca los sudores a la vez que enturbia las aguas, hasta ese momento transparentes.


Y allí están los tejos. Dispersos, destacando con su negrura sobre los verdes oscuros del pinar, los brezales, piornos, cambrones y la vegetación de ribera. A un servidor el tejo siempre le ha parecido un árbol tímido, aunque, con ese aire fúnebre que tiene y la venenosa taxina que contienen sus hojas, pudiera parecer amenazador. Pero no hay que dejarse engañar por las apariencias; es que necesita soledad, bosques umbríos, escarpes rocosos en los que ocultarse. 

El tejo más joven.
Por eso, porque este jubilata sabe que el tejo ama la soledad y requiere para vivir de los claustros de las torrenteras, siente lástima por el milenario tejo de Valhondillo, en las estribaciones de Cabeza de Hierro. El pobre, con su cuerpo hueco y carcomido, soportando una vejez de 1500 años, se ha convertido en una atracción de feria a la que acuden curiosos por docenas cada fin de semana. Una triste vejez para un dios vegetal. Eso sin hablar de los pobres tejos topiados, asfaltícolas, presos en sus alcorques, que vemos en los parques de la ciudad.

Y, ya que hablamos de sendas de montaña, de arroyos bravos, cómo no recordar a Enrique de Mesa, nuestro poeta de guardia durante este verano de andanzas serraniegas:
Bronco torrente entre los canchos ruge,
Los pinos muertos rebramando salta,
Los piornales de la abrupta orilla
Besa su espuma.


El poeta nada dijo de los tejos agazapados en las torrenteras, por eso este jubilata quiere remediar el poético olvido, y lo hace a su modo. 
El improbable lector se hará cargo. 

2 comentarios:

  1. Juan Castigapatos Gutierrez30 de julio de 2014, 21:02

    A ver si cuando podamos, nos lleva por estos parajes... Aunque quizá convenga quedarnos un poco más abajo, no sé.

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  2. Muy bonito sitio... Parece el lugar ideal donde leer tranquilamente El derecho a la pereza, arriba mencionado ;)
    ¡Saludos!

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