La santa y un servidor ya estábamos echando de menos la asistencia a los conciertos del Auditorio Nacional algunos domingos por la mañana, cuando el tarifazo que nos ha impuesto el ministro de la cosa de la cultura nos lo permite. A la inauguración de la temporada no pudimos acudir porque estábamos de viaje, pero, por fin, este domingo pasado hemos hecho nuestra particular rentrée de la temporada de conciertos de la OCNE.
No sé si alguna vez se ha dicho en
esta bitácora, pero se dice ahora: este jubilata es bastante tradicional en cuestión de música
clásica. No tanto porque (aparte su particular tríada capitolina: Bach,
Brahms, Beethoven) piense que esta triple divinidad representa la
quintaesencia de la armonía del universo, cuanto por la falta de una formación
musical sólida. Un servidor, sabedor de esas carencias, no está dispuesto a levantarse en armas
por la Suite nº 5 para chelo del Divino Bach, frente al Après un rêve de Monsieur Fauré, ni a odiar a Luis de Pablo por su
incomprensible Sueños (creo recordar), que un día, para desesperación,
tropezó en las orejas de quien esto escribe, allá en el Teatro Real hace unos
decenios.
Consciente de tantas lagunas como
un servidor tiene en su educación musical, hace ya mucho tiempo que decidí dejar de cogérmela con papel de
fumar – no se me malinterprete: la afición melómana – y abrir la mente a las
nuevas expresiones musicales que nacieron en el siglo XX, como la dodecafonía, el
cromatismo o la hipertonalidad. Por cierto, ese concepto de hipertonalidad no había llegado
a mis entendederas hasta este último concierto en el Auditorio, Treno a las víctimas de Hiroshima, del
polaco Penderecki: 52 instrumentos de cuerda transmitiéndonos el horror, la
angustia y el lamento de los habitantes de aquella ciudad, masacrados en aras
de la eficacia bélica.
Esta obra Treno (Lamento), por lo leído después en casa, originalmente se tituló
8´37”. Lo cual, por complicarle la vida a este melómano en zapatillas, me ha
hecho recordar esa otra titulada 4´33”, con su
triple Tacet, de John Cage.
Interpretar una obra triplemente silenciosa en una sala de concierto sin que el
respetable se lo tome a mal, tiene su riesgo. A menos que aquél esté advertido
de que la mudez del piano le pone en la obligación de ser el intérprete coral
del silencio musical. Silencio lleno de sonidos que nacen del rebullir inquieto del espectador en las
sillas, de las toses a medio sofocar, del leve crepitar de las hojas del
programa en busca de una explicación coherente al silencio del intérprete…
Los sonidos involuntarios de la
masa de asistentes sustituyen a la creatividad del compositor porque, nos viene
a decir mister Cage, el silencio puro no existe. Él ya hizo la prueba en la
cámara anecoica de la Universidad de Harvard y descubrió, en medio del silencio atronador, los graves y los
agudos de su propia circulación sanguínea y su sistema nervioso.
Lo cual, puestos a divagar un poco
más, desmontó a posteriori una experiencia estética que este jubilata vivió en
su visita al desierto de Wadi Rum, en Jordania, junto a la formación rocosa que
llaman Los Siete Pilares de la Sabiduría. El beduino que guiaba dijo que si
éramos capaces de permanecer callados unos minutos, oiríamos el silencio en
estado puro. Un servidor lo oyó; oyó que no había ningún sonido y experimentó,
al cerrar los ojos, que estaba en el instante 0´-01” antes del nacimiento del Universo.
Bien es verdad que en aquellos años
(exactamente, era la semana santa de 1996) un servidor no había oído hablar de la
cámara anecoica de Harvard ni del experimento de John Cage. De entonces acá ha
llovido bastante y ha habido tiempo de escuchar obras de Arnoldo Schoenberg y
enterarse de qué es eso de la atonalidad y descubrir que ya no es capaz de
avanzar un par de notas antes de terminar la frase, como en las composiciones
clásicas, porque no existe un núcleo tónico en torno al que organizar la
composición.
En fin, que uno ya no puede
escuchar con oídos inocentes la Ofrenda musical del Padre Eterno J. S.
Bach sin oír los engranajes de la cámara anecoica de su propio cerebro, donde
rebullen conceptos de difícil comprensión como los dichos de “atonalidad”, “hipertonalidad”,
“cromatismo”. Uno ya no puede oír, con la sensación de placidez que da la
ignorancia, el Capricho para piano, coro
y orquesta del Sordo Divino, sin que por entre sus conexiones neuronales le
corra esa advertencia del dicho Arnoldo:
“la incapacidad del acorde tonal para imponerse sobre los demás”.
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