domingo, 22 de febrero de 2015

Gente interesante.-

La otra tarde, un amigo también jubilado y un servidor, ambos sobrados de tiempo y de añoranzas, estábamos lamentándonos de la escasa altura de miras y cualidades de nuestros personajes públicos actuales, y nos dio por recordar tiempos y personas de las que ambos habíamos tenido un conocimiento indirecto, pero no por ello menos vivo.

No pudimos por menos que traer a la memoria aquel gran arquitecto brasileño, Dento Mª Pinheiro, que formó parte de la Bauhaus, pues aprendió de Gropius las nuevas tendencias del diseño y tomó como artículo de fe, para el resto de su vida profesional, la máxima de que la forma sigue a la función. Lástima que con el ascenso del nacional-socialismo, Mies van der Rohe tuviera que cerrar la escuela y Pinheiro hubo de irse a trabajar al Nuevo Continente, donde dejó obras tan meritorias que aún siguen sirviendo de ejemplo por sus sorprendentes soluciones arquitectónicas.

Ni mi amigo ni yo tenemos mayor idea de los grandes avances de la arquitectura en aquel periodo histórico, pero tenemos en común el haber sabido de la vida y milagros del insigne arquitecto. Sobre todo mi amigo, que vivió largos años en Brasil, donde trabó amistad con miembros de una rama colateral de aquel, y tuvo la ocasión de visitar la Fundación Pinheiro en Rio de Janeiro y el célebre rascacielos horizontal; bien es verdad que un servidor se carteó brevemente, hace ya algunos años – gracias a un familiar arquitecto que vive en Salamanca – con un sobrino-nieto del arquitecto brasileiro por razones que no vienen al caso ahora. Asunto del que, por otra parte, ya se habló en otro lugar de esta bitácora.

Pero no es de ésto de lo que quería tratar hoy. La añoranza es un vericueto de recuerdos intrincados donde se pierde la noción del tiempo y de la realidad presente. En realidad, andaba un servidor lamentándose de la mediocridad de los tiempos actuales y también de la mediocridad existencial a la que le obliga una pensión suficiente para una digna supervivencia, pero no para moverse por ambientes donde conocer a personas interesantes por su notoriedad en algún campo de la cultura, o por su simple forma de estar en el mundo. Dicho sin ambages, este jubilata lleva una vida corrientita, y se aburre.

Y sí, confieso que esta vez  me equivoqué. Porque, por esos caprichos del azar, hace apenas un par de días, me encontré con el personaje más curioso que uno pueda imaginarse: aristócrata tronado, poseedor de grandes apellidos nobiliarios a la vez que sufridor de un menos que mediocre pasar, cortés de cortesías anticuadas y más demodé que un gramófono frente a un iPad Air – Tablet Wifi de 32 GB de esos. Nada más conocernos – acababa yo de salir de la Alianza Francesa – y estábamos cruzando a la par el paso de peatones de Santo Domingo, se me presentó con toda la retahíla de apellidos sonoros, y dijo llamarse Auguste Villiers de L´Isle-Adam. Me invitó a un café que yo pague porque me pasó la nota con un aristocrático gesto de indiferencia, y me habló de su familia y las extrañas criaturas que había conocido en sus andanzas de aristócrata sablista (si es que puede emplearse un término tan fuera de época en tiempos de estafa mediante tarjetas black).

Presumió de antepasados, algo muy propio de quien lleva los pergaminos familiares dentro de los bolsillos agujereados del pantalón, y me habló de su ilustre recontratartabuelo Philippe de Villiers de L´Isle-Adam, Gran Maestre de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, a quien Solimán el Magnífico desalojó de Rodas tras un largo asedio, y fue a instalarse en Malta con sus caballeros. Yo de su antepasado ya sabía porque hace años visité el viejo castillo de la Orden que sigue en pie en la Rodas medieval. Todo lo cual no fue óbice  para que Auguste pidiera al camarero una ración de churros para acompañar al café y diese por supuesto que yo correría con los gastos.

Pero, en fin, son pequeñas miserias perdonables. Recuerdo que me habló de la hermosa y pálida Véra, una de esas damas que acostumbraban a morir entre los brazos de su amante, lo mismo que murió la prima Concha entre los brazos de Bradomín, tras una noche de deliquios amorosos. Y, hablando de la frágil Véra, no me resisto a transcribir las palabras de Auguste, tan cargadas de emoción – … puis ses longs cils, comme des voiles de deuil, s´étaient abaissés sur la belle nuit de ses yeux – mientras removía el café con leche con un trozo de churro bastante pringoso. Pero ya se sabe que los afanes de la supervivencia imponen su presencia a los más delicados sentimientos. Lo cierto es que la historia de la Pallida Victrix arrebatando a la hermosa dama de los brazos de su amado, me conmovió bastante. Más cuando Auguste me insistió sobre la inefable belleza de la pálida joven, de quien su enamorado juraba: qui verra Véra l´aimera.

Desde mi condición de jubilado fogueado en las mil mediocridades diarias, no dejaba de pensar que no sería la primera dama decimonónica que moría de hemoptisis. Que como historia estaba muy lograda, aunque su sujeto era un tanto socorrido, como cuando la prima de Xavier de Bradomín, o aquella afamada demi-mondaine tísica, Violetta Valery, inmortalizada por Dumas hijo.

Pero mi contertulio ocasional en aquel bar de Jacometrezo insistía en su originalidad a la hora de contar historias a medio camino entre la realidad, la verdad a medio velar y la pura imaginación. Y me habló de la Eva Futura, mujer artificial inventada por Tomás Edison, la cual tenía todas las ventajas de la femineidad y ninguno de los inconvenientes propios de la mujer corriente. Aseguró, bajo palabra de noble arruinado, que era él y no otro quien había puesto los fundamentos de la ciencia ficción, incluso hasta la denominación de androide (Andrèide, la llamaba él), abriendo a la literatura del futuro las enormes posibilidades de los mundos estelares.

La verdad es que, ante los restos de mi café, yo no alcanzaba más que a recordar a R2-D2, esa especie de cafetera cilíndrica con patas de Star Wars. Vista mi escasa imaginación, Auguste Villiers de L´Isle-Adam me miró con cierta condescendencia no exenta de lástima, pidió un bocata de calamares que envolvió en servilletas de papel y guardó en la faltriquera, se levantó, me hizo una leve inclinación de cabeza y se fue con sus apellidos sonoros, sus cédulas nobiliarias y hambres vergonzantes en busca de otro incauto a quien sablear. Pagué la cuenta y, al levantarme para irme, me di cuenta de que el bueno de Auguste había olvidado sobre la mesa un libro: Contes cruels.

sábado, 14 de febrero de 2015

Más rarezas.-

El insomnio prolongado, según parece, provoca algún tipo de reacción en el cerebro del insomne que debe parecerse bastante a las alucinaciones. Un servidor no está en condiciones de asegurar que sea así, pero sí puede afirmar de esas horas nocturnas restadas al sueño, cuando éste se resiste a cumplir con su obligación, que se ocupan en actividades poco habituales, de forma que el común de los mortales no puede por menos que alucinarse si se lo cuentan. La del insomne es una forma de alucinación que llega a través de la lectura, como le ocurría a Alonso Quijano, quien pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio con los malhadados libros de caballerías.

Solo que el insomne que esto suscribe, sin más obligaciones que disfrutar de su jubilatería a tiempo completo – cosa que no es como para quitar el sueño –, no siente afición por los Amadises de Gaula, los Esplandianes o los Pentapolines del Arremangado Brazo. Lo cual no significa que no tenga aficiones tan alucinatorias como el bueno de Alonso Quijano, y que, además, las cultive de forma vergonzante. Porque, vamos a ver, ¿qué podría pensar el improbable lector si se enterase de que las Noches Áticas de Aulo Gelio son lectura frecuente en las largas noches en blanco y con la pupila despejada?

Y, para más inri, el bueno de Gelio, con ese prurito gramático que tiene, le saca punta a textos de otros autores, a los que afea las incorrecciones que aparecen en ellos. En el caso concreto de mi última vela nocturna, a un tal Caeselio Vindicio le reprocha que en sus Lectionum Antiquarum dijera que cor (corazón) era palabra masculina y no neutra. Ya ve el improbable lector qué cuestión más a propósito para una cura de insomnio… Por eso he hablado un poco antes de aficiones vergonzantes, porque uno no puede andar por la vida contando estas cosas tan fuera de lugar. Uno tiene la edad que tiene, pero las neuronas aún no le patinan, solo que se le escapan cosas que debería callar por no ponerse en evidencia. 

Pero el asunto - volviendo a nuestro cultísimo Gelio - no deja de tener su morbo, ya que el contexto se refiere a una frase que dijo el rey seléucida Antíoco III el Grande, a propósito de algo que le había dicho Aníbal sobre que no entrara en guerra con los romanos. Solo que Aníbal, hábil en perfidias púnicas varias, se lo dijo para provocar su orgullo y así incitarle a guerrear. En efecto, Antíoco se traga el anzuelo y dice todo indignado: Hannibal… hortatur ne bellum faciam, quem credidit  esse meum cor?  Como si dijéramos: ¿pero, qué se habrá creído ese Aníbal…? ¿Yo, un rey tan valeroso, que no me atreva a luchar contra los romanos?

Estará de acuerdo conmigo el improbable lector en que, aunque estas no son cuestiones como para andar rompiéndose la cabeza a las cuatro de la madrugada, no dejan de tener su morbo. Que allá por el S. III antes de nuestra Era un rey oriental se dejase liar por un general cartaginés para ser llevado al huerto de una guerra de difícil solución no deja de ser una lección para los tiempos presentes. No hay más que pararse a pensar cómo – por poner un ejemplo –, tras la última crisis financiera y bancaria, los ciudadanos hemos asumido los costes y la culpa de tal estropicio. No tenemos más que mirarnos en el espejo de los griegos para saber lo que nos espera si no damos por bueno el engaño. 

De una forma u otra, te llevan al huerto y haces lo que a ellos les interesa o te hunden el país y luego te lo rescatan conforme a sus intereses. Ubi solitudinem faciunt, pacem appellant, dijo Tácito (Nueva licencia ésta que un servidor se toma en su triple condición de insomne, jubilata y escribidor) Solo que estas trampas saduceas de las que venimos hablando, leídas en Aulo Gelio, y con tantos siglos de distancia, parecen una anécdota, sin que caigamos en la cuenta de que el engaño a la víctima es recurso utilizado en todos los tiempos.

Después de todo, es posible que el improbable lector mire con ojos más indulgentes al autor de estas elucubraciones nocturnas, ya que sus lecturas no resultan tan descabelladas y de ellas pueden sacarse algunas enseñanzas para los tiempos actuales. Pero si se mira la mediocridad de los personajes del momento, no parece que haya manera de ser engañado por un Aníbal, hábil en añagazas y celadas, ni hay Escipiones Africanos, ni Antíocos, ni Catones como aquel, el Viejo, que cada día daba la barrila en el Senado acabando así sus discursos: ceterum censeo Carthaginem delendam esse (por lo demás, creo que Cartago debe ser destruida).

Aquí y ahora, todo lo más, hemos descubierto el valor de las onomatopeyas en el discurso político (Tic-tac, tic-tac…, o Pim-pam, propuesta, pim-pam); eso sin hablar del recurso a los ordenadores de la Agencia Tributaria para sacar los trapos sucios fiscales de los oponentes políticos, pasándose la confidencialidad de estos datos por el forro del escroto del ministro del ramo. Así que, visto el percal, casi mejor aprovecharemos las largas horas de insomnio para seguir escarbando en las Noches Áticas de Aulo Gelio, aunque éste sea un obseso gramático, se empecine en disquisiciones de género, - que si masculino, que si neutro -, y nos cuente otras mil milongas y antiguallas históricas que aburrirían a personas más centradas que este jubilata insomniado.


domingo, 8 de febrero de 2015

Lecturas truculentas.-

Mientras ojeaba (he estado a punto de escribir: “Ojeando”, pero me he contenido a tiempo) los libros en la mediateca de la Alianza Francesa, encontré éste que lleva por título TOUTE LA VÉRITÉ. Les scandales, drames, énigmes qui ont bouleversé le monde. A lo que se ve, se trata de una recopilación de emisiones radiofónicas de Radio Montecarlo de los años 70 del siglo pasado. Debió ser un programa muy popular en la época ya que, a petición del respetable, se hizo una edición impresa (Grasset, 1976) para que los seguidores de la emisión pudieran leer aquellos episodios que no habían podido escuchar en la radio.

Mientras leía algunos de estos episodios – con especial insistencia en los más truculentos – me acordaba de que, durante mi primera juventud, existía un programa en la Cadena SER que llevaba por nombre “Ustedes son formidables”. El locutor, Alberto Oliveras, te ponía el corazón en un puño hablando de esos dramas populares que acababan resolviéndose gracias a la solidaridad de los radioescuchas, quienes ponían sus picos de dinero como para reunir una cantidad suficiente que permitiera dar un fin feliz a una situación que el locutor se afanaba en mostrarnos extremadamente angustiosa. Se apelaba al buen corazón de las gentes y éstas demostraban que “eran formidables”. A mí - que nunca tuve un duro para darme ese gustazo de ser formidable - me gustaba especialmente porque, como sintonía, sonaba el tercer movimiento de la Sinfonía Nuevo Mundo, de Dvorak.

Pero no es el caso de este programa de Radio Montecarlo, porque en él no se trataba de despertar la solidaridad, sino el morbo popular. Se ve que esa duda de si Stalin había muerto envenenado o de una hemorragia cerebral, o lo cruel del asesinato de Trotsky de un puntazo de piolet que le dio un supuesto amigo, aunque oculto agente estalinista, o cómo pasaportaron con reincidencia a Rasputín, producían un regusto sádico entre las clases populares monegascas y francesas aledañas. De ahí su popularidad. No había historia truculenta que no cupiese en esta emisión y que no despertase ese oculto placer que proporciona el reproche moral frente a seres malvados que acaban recibiendo el justo castigo a sus perversiones.

Ya digo, leyendo algunas de estas historias moralizantes (el malvado siempre acaba sufriendo el  castigo que merece su maldad) me he tropezado con una vieja conocida, Erzebeht Bathory, a la que llamaron la Condesa Sanguinaria. La buena de Erzebeht, allá en la Hungría del S. XV, que se aburría como una ostra en su castillo mientras su marido andaba guerreando, dio en la manía de la perpetua juventud y, mal aconsejada por algunos sirvientes infames, se dedicó a raptar doncellas por los alrededores, a las que desangraba en una pileta donde ella tomaba sus baños de sangre joven y fresca. Eso aparte algunos pequeños caprichos sádicos que se permitía, como desnudar a sus criadas y untarlas de miel para que les mortificaran las moscas y las hormigas.

Pues bien, esta lectura me hizo recordar aquella peli porno de cuando los primeros tiempos del destape y la proliferación de cines X en la pudibunda España, que tuvo la virtud de acabar con las peregrinaciones a Perpiñán de españolitos sexualmente reprimidos. Se trataba de los  Cuentos Inmorales de Valeriam Borowczyk, donde en uno de ellos se relataba la historia de esta condesa del S. XV. Lo bueno de esta historia cinematográfica es que te permitía disfrutar de la visión de Paloma Picasso (en el papel de protagonista) en pelota picada. Verle las carnes blancas y prietas a la hija del pintor, con esos morritos carmín que siempre llevaba, esos ojazos negros y ese tumbao de "aquí estoy yo" que se traía, subía la tensión de los espectadores en muchos kilovatios. Aparte unas duchas colectivas en el castillo (incongruencia que el espectador ni notaba), donde se bañaban, antes de pasar por el desangradero, docenas de doncellicas con sus desnudas y tiernas carnes palpitantes, para gozo del mugiente rebaño de hambrunas carnales que poblaban la sala.

Supongo que, a estas alturas, la Paloma Picasso andará con las carnes más bien fláccidas, y sus antiguos admiradores, sometidos sus miembros a la ley de la gravedad que a todos nos obliga, estarán para pocos empinamientos y alegrías venéreas. Eso sin contar que las carnes otrora apetecibles de la Picasso han hecho olvidar el asunto central: las historias truculentas de Radio Montecarlo.

También leer la historia de  Vacher l´Eventreur, o la de Le Boucher de Hanovre (quien vendía en su carnicería la carne de los muchachos), o la de L´Ogresse de la Goutte d´Or (que ahogaba a los bebés en su regazo) produce un estremecimiento placentero, próximo al sadismo, que tiene, en algún lugar remoto del cerebro, un punto de contacto con el estímulo sexual. Solo que en esta sociedad actual, descreída de las penas del infierno, ya no tienes que ir a confesarte de pensamientos y tocamientos impuros. Cosa que sí ocurría tras aquellas primeras películas donde la lencería ya no ocultaba los dones con que la madre Venus había dotado a las hembras humanas, y el españolito, temeroso aún del infierno y de las secuelas Régimen, encendía una vela a Dios y otra al Diablo.