lunes, 20 de julio de 2015

Crónicas de Frigiscalpia, II.- Las rutinas del veraneante.-

Vivimos un verano que tiene todas las pintas de ser un crematorio a fuego lento, un anticipo de aquellas calderas de Pedro Botero con que nos amenazaban a los que un día fuimos niños de doctrina y hoy estamos en edad provecta. Esos “provectos” a los que en tiempos pasados se llamaba “viejos” y hoy se les denomina seniors, jubilados, tercera edad, en una colección de eufemismos que intenta ocultar la jodienda de los deterioros físicos y el paso del tiempo. Un lifting verbal para ocultar las arrugas vitales que el tiempo nos va dejando.

No es una queja que este jubilata se crea con derecho a hacer - la de ser jubilado rugoso  mental y físicamente -, ni tienen motivos para ello, por lo menos mientras la pensión nos mantenga por encima del nivel de subsistencia; cosa que va ocurriendo hasta tanto los gobernantes actuales no se terminen de cepillar la hucha de las pensiones, que paso sí llevan de ello. Es más bien la constatación de un par de evidencias: que este verano hace un calor del carajo y que un servidor va para setentón. 

En ninguna de las dos tiene parte responsable. O sí, según se mire: En lo del calor, cosa del cambio climático, como individuo de la especie animal (variedad Sapiens omnivoro) que está esquilmando el planeta, alguna participación tiene; en cuanto a lo de la edad, por la simple razón de haber vivido todo ese tiempo, algo está contribuyendo. Aunque, bien mirado, es una responsabilidad impuesta por las circunstancias. Si uno fuera jupiteriano o venusino, seguro que las circunstancias serían otras y las responsabilidades, distintas. Pero nunca sabremos si allí hay consumo compulsivo, vacaciones estivales y jubilados ociosos y con las ideas torrefactadas.

Le preguntaron a Buda en cierta ocasión por qué, cada día, a la caída del sol, sentado a los pies de un ailanto, se abstraía mirando una ramita que mecía el viento. Así todos los atardeceres, hasta que el cielo se estrellaba. Intrigaba a sus discípulos aquella rutina tan sin sustancia en un hombre capaz de dar respuestas a  grandes angustias de la humanidad como es el afán de eternidad del hombre a pesar de su finitud. Buda les respondió que en el leve mecer de aquellas hojas se concentraba el sentido de la existencia humana.

No sabemos si sus seguidores entendieron la parábola. Este jubilata tampoco está seguro de haber dado con la respuesta, pero la anécdota le sirve perfectamente para justificar una vida de veraneante rutinario. Lejos de los ruidos de la capital del reino, despertándose a la amanecida con el canto de los pájaros (ese jodido mirlo que vive en nuestro pequeño jardín y empieza a alborotar en cuanto despunta el primer rayo de sol), ese chopo airoso que se ve desde la cama, meciéndose contra el azul del cielo y acariciando las  nubes madrugadoras que lo cruzan, son un anticipo de las pequeñas rutinas diarias.

No hay mucho que hacer estos días de canícula (más que canícula, gran perra, que dijo Chus),  si no es calarse el panamá, coger un bastón de punta herrada y echarse a los caminos, buscando la sombra de los robles y los fresnos. O si no, acercarse a la orilla del río, ese pobre Lozoya tan menguado de agua que baja este año, y pasear bajo los pinos de la orilla. En los pastizales próximos, cubiertos por una capa de hierba amarillenta y reseca, las vacas, indiferentes al paso del caminante, sestean bajo los árboles. El paseante, ocioso y sudoroso, se sienta en la orilla del río y, como un nuevo Buda abstraído en el suave mecer de la ramita de ailanto, observa, ve, oye y saborea el murmullo del agua.

No es mucho. El jubilata no tiene la grandeza del maestro Buda, ni ve en el mecerse de las ramas el sentido de la existencia humana, solo busca un poco de frescor mientras piensa en la hucha de las pensiones y en que en cuatro días será setentón: el tiempo de ocio es mucho y da para estas rumias.  

Aunque sí se siente uno un poco franciscano y es cierto que le gustaría departir un rato con los animalejos que habitan el bosque. Pero el hermano arrendajo o el hermano rabilargo, revoloteando entre las ramas del robledo, no gustan de la compañía humana, ni se fían un pelo. La hermana vaca pasa muy mucho del bípedo del sombrero y la garrota, y la hermana cigüeña es gente de altos vuelos y no da pie a una conversación con un vulgar veraneante.

El otro día, sin ir más lejos, cerca del arroyo Aguilón estaba un lagarto verde que se dejó observar durante casi diez minutos. “Hermano lagarto”, le decía con amor fraternal, “charlemos de nuestras cosas”. Él se limitaba a mirarme de hito en hito, no muy convencido de la fraternidad que yo le ofrecía. Bien por desconfianza natural, bien porque yo no dominaba el lenguaje con que Francisco de Asís hablaba al hermano lobo y a la hermana oveja, el lagarto hizo un quiebro y se perdió por una resquebrajadura.

Sin interlocutores, volví a acordarme de la hucha de las pensiones y de lo necesario que me resultaría un lifting de esos que planchan las arrugas de la vida. 

miércoles, 8 de julio de 2015

Crónicas de Frigiscalpia, I.- Vivimos sobre un museo.-


No estoy seguro de haber escuchado nunca antes el sonido de un rabel, pero sí estoy seguro de que no había tenido uno en mis manos hasta el pasado domingo, día 5 de julio, cuando se inauguró el Museo del Traje Hermanas Miñambres que está en el mismo edificio de nuestro apartamento de alquiler.
El dueño del rabel me lo puso en las manos, pisé sus tres cuerdas con las yemas de los dedos y no se me ocurrió otra que rascarlas con el arco. Nunca lo hubiera hecho, ¡pobre animalito!: empezó a quejarse con estridencias descompuestas hasta que lo devolví a quien bien lo sabía tañer.

Una vez en poder de su amo – estábamos celebrando la inauguración con presencia de varias agrupaciones folclóricas de estas sierras – acompañó, alegre, junto con un pandero, una serie de coplas que cantaban los de Arrabel. Una sí recuerdo, porque hacía alusión a un tejo y con ciertas malicias de doble sentido de connotaciones eróticas. La copla decía así:

En lo alto tu tejado,
Relumbrando un tejo vi.
Nadie daba con el tejo,
Yo con el tejo di.

En la visita a la sala de exposiciones algo aprendí que, posiblemente, el improbable lector ya sabía. Y ello es la diferencia entre un mantón de Manila y un manto de ramo: el primero se hizo popular en España gracias a llamado "galeón de Manila", que hacía la ruta entre Filipinas y Panamá, llevando los tejidos de seda china con la que se confeccionaban estos mantones. El segundo es el pañolón usado en el medio rural hecho de fina lana merina y adornado con un ramo de flores bordadas en una de sus esquinas. De unos y otros hay muestras en la exposición. 


También puede verse una Maya entronizada con su rico ajuar. Si no recuerdo mal, en Colmenar Viejo y en El Molar se siguen celebrando estas fiestas, a la que Caro  Baroja dedicó alguno de sus estudios del folclore peninsular. También en el libro sobre "La Ruta del Arcipreste", de Guillermo Gª Pérez se habla de ello.


No estará de más decir que este pequeño museo es fruto del empeño personal de las hermanas Miñambres, al que llevan años dedicadas, tanto recogiendo material como clasificándolo según sus lugares de origen, para reproducir trajes fieles en su diseño a los usados hace no tantas generaciones en el medio rural. Han sido años de esfuerzo y labor discreta. 

Nosotros, la santa y yo, en estos últimos veranos, las hemos visto afanarse día tras día para equipar el museo, organizarlo, instala luces, montar vitrinas. Siempre con ayuda de familiares o amigos que han aportado sus conocimientos técnicos o han cedido materiales etnográficos que sirven para poner en contexto el conjunto de la sala. Ha sido un proyecto estrictamente privado, sin ayudas oficiales y con más ilusión que medios.

Aunque somos veraneantes ociosos, por el simple privilegio de vivir en el piso de arriba, hemos podido asistir al comienzo de la andadura de esta sala de exposiciones que recibe el nombre de Museo del Traje Hermanas Miñambres. Y lo interesante del asunto no es solo que dos mujeres hayan puesto todo su empeño y sus conocimientos en recoger, clasificar y exhibir prendas de época y de uso habitual en el medio rural hace no más de tres generaciones, sino que el evento es ocasión para descubrir que aún existen personas que mantienen vivo el entusiasmo por recuperar y mantener tradiciones que hemos dado por perdidas desde que el pueblo soberano vive enganchado al Wasap y otros artilugios electrónicos.

En efecto, para la inauguración se dieron cita agrupaciones como La Trocha, grupo de baile del mismo pueblo de Rascafría, cuyas coreografías monta María Miñambres, Entresierras, que monta talleres de música tradicional y enseña a tocar instrumentos como la zamfoña, el grupo de cantos tradicionales Arrabel, o los Miguelitos, grupo de gaiteros de Getafe.  

Pues ya lo sabe el lector, improbable o habitual de esta bitácora, nuestras vacaciones veraniegas van más allá de la vida relajada que se supone en los veraneantes a tiempo completo. Mientras soportamos los calores africanos que nos invaden, nos vamos culturizando de cultura popular.

¡Ah! Y si el improbable lector se da una vuelta por Rascafría, no deje de visitar la exposición: Sábados de 18 a 19 h., domingos de 12 a 13 h.