viernes, 18 de septiembre de 2015

Minimaliza, que algo queda.-





Mientras esperamos a ver si, de una vez por todas, logramos independizarnos de Cataluña (dī fauentēs!) y de sus inacabables reproches, este jubilata ha hecho su particular rentrée con la visita a una exposición en el palacio de Velázquez, en el parque del Retiro.

El improbable lector puede creer bajo palabra que un servidor nunca antes había oído hablar de Carl Andre, hasta que el museo Reina Sofía ha traído esta muestra. Sí sabía algo del arte minimalista, aunque no que mr. Andre se adscribiera a este movimiento en un intento de borrar la subjetividad expresiva mediante el empleo de materiales industriales donde su frialdad geométrica anula el impulso vital, la impronta que todo artista deja en sus obras. Dicho sea lo anterior sin otro ánimo que el de expresar lo que el espectador creía entender a la vista de lo que allí veía.

Pero, según es costumbre en todo creador, Carl Andre juega con las cartas marcadas, y el avisado espectador, que lleva mucha mili hecha desde las korai arcaicas griegas hasta los ready-made de Duchamp, lo sospecha con fundamento. “Mi arte surge de mi deseo de que haya en este mundo cosas que, de no ser así, nunca estarían allí”, dice Andre; por eso la exposición Escultura como lugar, 1958-2010.  Por eso estas “cosas” que el artista pone en el mundo, porque, si no las pusiera él de una determinada forma, nunca estarían allí, no tendrían existencia en cuanto que conjunto de objetos organizados según una disposición preconcebida.

Para reducir la obra a su mínima expresión, Andre emplea materiales industriales como ladrillo refractario, planchas de metal laminadas, troncos rectangulares de abeto canadiense, rodamientos, tubos y tornillos distribuidos aleatoriamente. Y lo hace para que el observador se lo crea. Para que se crea que el artista ha minimizado su creatividad hasta verla reducida a no  ser más que un lugar escultórico de objetos sujetos a geometría y proporcionalidad de volúmenes. Tres dimensiones en el espacio, huérfanas del élan vital del que nos hablaba Bergson. ¿Qué mayor minimalismo que borrar la huella del creador?

Pero este cronista, en su papel de espectador curioso, caminando con tiento por los espacios blancos de la sala de exposiciones, ya ha caído en la cuenta que la mera disposición de los elementos en el espacio nos habla de la intención del artista. Su ego creativo es tan grande, salvando todas las distancias y sin que se me escandalice el improbable lector, como el de Velázquez en medio de sus Meninas. Con supuesta modestia de genio creador, nos pone ante una espiral de chapa metálica tendida en el suelo o ante una fila de ladrillos refractarios y parece decirnos: "Veis, he reducido eso que llamamos convencionalmente arte a una sucesión de objetos manufacturados en serie. He reducido el espíritu artístico a su mínima expresión".

Solo que nos escamotea otra realidad que, de puro evidente, ni la vemos: los materiales empleados, sus texturas rugosas, ásperas o pulidas, la disposición en el espacio, responden a una intención artística preconcebida: "Las cosas son así porque yo las he dispuesto así, y tú, espectador, calla, observa y trata de entender mi forma de modelar la realidad", parece como si nos estuviera advirtiendo. Pero, ¿qué pasaría si el espectador decidiera suplantar al artista y cambiar esa realidad?

Bien podría ser que cada visitante cogiese uno de esos maderos rectangulares de abeto canadiense, se los echase al hombro y los soltase en el cercano estanque del Retiro. Sin proponérselo, habrían conseguido una escultura fluctuante a merced del pequeño oleaje que se produce en el estanque; una escultura siempre cambiante, como la no-silenciosa composición musical 4.33 de John Cage. Porque el espectador – y quien dice el espectador dice el ciudadano –, o participa en la creación artística y en su propio devenir, o es un burro de ramal que va por donde creadores, artistas, salva-crisis, funda-patrias, mistagogos de toda ralea y demás manipuladores de la estética y la puñetera realidad quieran llevarlo.

En esas cosas y otras que no se dicen para que el jubilata no pase por más alambicado de lo que conviene para medrar en el rebaño, pensaba mientras observaba las diagonales en el alineamiento de 100 piezas de hormigón que, bajo el título Lament for the children, había en el centro de la sala. 

Si no te fías - y no te faltaría razón -, suspicaz lector, ve y compruébalo tú. Además, los árboles se están vistiendo de otoño y eso ya justifica un paseo por el Retiro. 

3 comentarios:

  1. Este tipo de parásitos enchufados, perfecto ejemplo de hasta dónde la dictadura de la clase burguesa despilfarra y reparte entre sus bufones las migajas del festin que esta gentuza se da a expensas del sudor y la sangre de una clase trabajadora irredenta cuya única esperanza estriba en la conquista violenta del poder y la completa eliminación de las estructuras que sustentan un estado criminal que conduce a la humanidad a la más absoluta barbarie deben ser exterminados por un gobierno obrero cuyo fin último sea la construcción de una sociedad comunista y sin clases, gérmen de una nueva civilización en la que las artes estén al servicio del ser humano y del amejoramiento de la especie y no de una clase parasitaria y explotadora, ejemplo criminal de todos los vicios, corrupciones y depravaciones humanas.

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    1. Algunas comas no vendrían mal.

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    2. Déxese vuestra mercede de vergulerías y añada de una vez por todas una pole digna, ¡caramba!

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