martes, 22 de marzo de 2016

El espectador y lo sublime.-

Para qué nos vamos a engañar, a este jubilata las cosas sublimes le dejan con la mosca detrás de la oreja y le despiertan como una socarronería plebeya que dice mal de sus años de formación académica. Lo que no quita para que sienta como un vibrato de emoción estética ante una obra de arte hermosa. 

Sirva como ejemplo de lo que quiero decir la contemplación de esa joya del Correggio llamada Noli me tangere, con su enorme carga místico-erótica que se desprende de la tensión amorosa entre la carnal Magdalena y el apolíneo Cristo recién resucitado; del dulce erotismo que flota entre ambos, oscilando entre un sí, pero no…; de la pasión amorosa del Cristo indeciso entre los goces que ofrece la hembra rendida a sus pies y los gozos celestiales. Es, dicho en román paladino, un “Quién fuera tu lobo, Caperucita...". No sé si me explico.

Viene al caso porque el pasado fin de semana fui a ver la exposición del augusto Jean-Auguste-Dominique Ingres y recibí una fuerte descarga de tensión estética, aunque decirlo esté mal en un pensionista de medios pelos. Nunca antes había sentido mayor aprecio por Ingres, a quien consideraba dentro de la recta ortodoxia academicista, de fino dibujo y delicado trazo pictórico, pero aficionado a los temas históricos del clasicismo y uno de los padres del Art Pompier tras Jacques-Louis David, su maestro.

Y puestos a confesar desvaríos, no estará de más recordar que en esta misma bitácora se ha profesado una considerable admiración por la temática pompier, de la que son testimonio sendas entradas sobre Jean-Léon Gérôme y nuestro compatriota  Ulpiano Checa, cuyo museo puede visitarse en Colmenar de Oreja. También Ingres en su versión académica es un maestro del gesto heroico, del desnudo clásico y del erotismo que transpiran las hijas de Afrodita en su insinuante abandono.

Admiraba un servidor, en la escena muy  de manual pompier, titulada Aquiles recibiendo los embajadores de Agamenón, el atrevimiento del pintor cuando observé la torsión serpentina de Patroclo. Un cuerpo con un sí es no es de sinuosidad femenina, como desvelando el entreverado equívoco de  una amistad no tan viril entre Aquiles y él. Aunque, para que nadie dudase de lo heroico de la escena, Ingres pinta a este efébico Patroclo tocado con un casco guerrero muy bien empenachado. 

Lo que me llevó a confirmar la sospecha que ya tuve cuando vi, hace cinco años en el Thyssen, la exposición sobre Gérôme. A saber: que tanto desnudo heroico encubría una vía de escape de la libido burguesa decimonónica. Las escenas históricas o épicas eran una honrosa justificación para desvelar lo que la pudibundez de la época ocultaba bajo levitas, macferlanes, refajos, corsés de ballenas y miriñaques: el cuerpo humano en todo su esplendor; eso sí, con un casco de guerrero para hacer de un efebo de femenil contraposoto un héroe homérico. Si la capa todo lo tapa, el casco empenachado tapa cualquier sospecha de erotismo en los ojos del espectador decimonónico… y lo justifica en nombre del Arte.

Y como la cosa en esta visita andaba en clave erótico-heroica, la escena de Ruggero libera a Angélica (un episodio del Orlando Furioso, de Tasso) no me defraudó. Un Ruggiero armado hasta los dientes, montado en un hipogrifo rampante, atraviesa, con su fálica lanza, la garganta de una serpiente marina. Mientras, Angélica, en su espléndida desnudez, en una torsión imposible, gira la cabeza y la vista hacia el heroico caballero en un gesto de erótico abandono que es todo un ofrecimiento de toíta tuya, mi amor... Y no era para menos, que ya don Quijote le advierte al cura de su aldea que la tal Angélica fue una doncella andariega, distraída y un tanto antojadiza y tan lleno dejó el mundo de sus impertinencias como de la fama de su hermosura. Una casquivana, vamos, que se lió con un pajecillo boquirrubio que no tenía dónde caerse muerto.

Me dirá el improbable lector que Ingres es mucho más que un pintor académico e historicista, que sus retratos son de una perfección que admira; que, al fin y al cabo, de esto comía, de hacer retratos, aunque a él lo que le gustaba es la pintura histórica. Eso sin hablar de sus desnudos femeninos de ambiente orientalizante. 

Y ya metidos en harina, ya me gustaría hablar, ya, de la gran odalisca, o del baño turco con su muestrario de carnes femeninas en mil posturas. También me gustaría hablar del homenaje que le dedicó Man Ray al fotografiar la sinuosa espalda de Kiky de Montparnasse como si fuese el violín de Ingres, pero la cosa no da para tanto. Preferiría hablar de una obra suya que no conocía hasta esta visita y que tiene su enjundia: El sueño de Ossian.

Como sin duda el improbable lector sabe, los Cantos de Ossian fue una falsificación del poeta escocés Mcpherson en 1761, que se tuvieron por ciertos hasta la muerte del poeta. No había espíritu romántico de la época que no los aceptara como genuina representación del “espíritu del pueblo”. Incluso el mismísimo Goethe los incluyó en su célebre Las tribulaciones del joven Werther, y hasta son el detonante del lamentable fin del protagonista.

El propio Napoleón I sintió admiración por estos mitos celtas y fue motivo de que Ingres pintara su sueño de Ossian para la estancia del emperador en su palacio de Montecavallo, en Roma. En él, Ossian, con manto rojo y túnica verde, apoyado sobre el arpa, sueña con la saga de Fingal y los héroes celtas que aparecen en un cielo nebuloso de grises y azules pálidos que representan el mundo sin consistencia material.

Hasta los emperadores se dejan embaucar, pensaba un servidor. Y también pensaba en nuestro abate Marchena, quien, pocos años después de lo de Ossian, falsificó un episodio del Satiricón de Petronio, en buen latín y con notas cultas a pie de página que incluso se editó en Suiza. No quedó docto filólogo que no se tragase el embuste, hasta que hubo que declarar el engaño porque aquello pasaba de marrón oscuro y estaba poniendo en ridículo a la intelectualidad de la época.

Hubiese sido un buen asunto, la escena prostibularia que describe Marchena, para que Ingres pintase uno de sus cuadros historicistas: Quid est, inquit, mulier impudentissima? Falsis me pollicitationibus ludis, nocteque prossima fraudas? Ya que pintó aquel tondo enmarcando un gineceo turquesco lleno de carnalidad, podía haber pintado un lupanar pompeyano. Bastaba con ponerles en la cabeza una galea cristata a los clientes para pasar de puteros a heroicos hijos de Rómulo.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Un paseo sonoro desde mi ventana.-


Nunca antes había hecho un paseo sonoro, ni había oído hablar de mapas sonoros. Hasta que Raquel, tutora del curso Senior UNED “Historia cultural, una visión sonora”, nos habló de ello y nos propuso un curioso experimento: Recorrer las calles de Lavapiés, hasta el patio del museo Reina Sofía, el diseñado por Jean Nouvel, y regreso. 

En ese paseo pausado y silencioso que hicimos los participantes, sufrí  - al igual que Saulo cayó del caballo camino de Damasco -  un batacazo que rompió el  odioso ruido, denso y agresor, en fragmentos que resultaron sonidos perfectamente identificables uno a uno. Fue un golpe con fractura de uno de mis tópicos más queridos y consolidados: Madrid es un cúmulo de ruidos insoportables. Fue una especie de pérdida de la inocencia y motivo de cavilaciones posteriores, como si los jubilatas no tuviéramos la vida ya bastante complicada con las mil tareas que nos echamos para ahuyentar los síntomas de la vejez .

Por supuesto, viviendo en una ciudad tan ruidosa como Madrid, hasta ahora había sido incapaz de diferenciar entre el ruido y los sonidos que lo conforman en una melé de cacofonías y agresiones acústicas. Ni siquiera sospechaba que tal cosa pudiera hacerse, separar sonidos, identificarlos y tratar de integrarlos no ya como ruido bruto y amorfo, sino como un paisaje sonoro y con relieves y pliegues acústicos. Por buscar un símil, esos sonidos, con sus acordes disonantes, sus tonos, sus ritmos dispares y contrapuestos, podrían emplearse como una paleta de colores para reflejar los distintos matices que conforman la abstracción de un paisaje cambiante.

Así, el ruido, que se define como un sonido inarticulado, sin ritmo ni armonía y confuso, pasa del caos sin lógica aparente, a ser, para un oído atento, un cosmos racionalizado donde cada uno de sus componentes sonoros ocupa un lugar dentro del universo acústico. 

Y ya que tenía entre las manos un nuevo juguete, como si fuera un niño curioso de la novedad, decidí hurgarle las tripas, ver sus resortes y engranajes, para tratar de entender su funcionamiento. Pero como los experimentos – sobre todo si se es principiante – conviene hacerlos con gaseosa y algunas precauciones para no desparramar las burbujas, el mío lo hice desde la ventana de mi estudio.

Con ese atrevimiento que nace de la fe del neófito, manipulé la prueba en la confianza de que los dioses todo lo perdonan, salvo la estupidez. Decidí dejar que se mezclasen los sonidos que se producen “naturalmente” en la calle con el artificio de los que yo, voluntariamente, provoqué. A saber: el ordenador estaba conectado a Radio  Suiza Clásica, y al pie de la grabadora puse un despertador de petaca, de cuerda, que me acompaña desde que tenía 24 años. Por poner un límite temporal a este paseo sonoro estático (eran los sonidos los que iban y venían, yo estaba sentado en la silla de mi estudio), la duración fue de cuatro minutos treinta y tres segundos.

A decir verdad, la grabación fue un tanto chapucera, por la pobreza de medios y por la incompetencia técnica de un servidor, pero el oído sí estuvo atento. Aun a riesgo del tópico, los ruidos del tráfico, bastante amortiguados porque es calle de poco tránsito, eran el vaivén continuo que hace el oleaje, con picos de intensidad cuando pasaba un autobús, como cuando el mar rompe contra un acantilado. Como sonido melodioso, que destacaba tenuemente sobre aquellos ruidos sordos en forma de ondas un tanto anárquicas, el Quinteto La Trucha, de Schubert. 

Conviene advertir que no había intencionalidad en la elección de esa pieza, es lo que echaban por la radio en ese momento. Sí era intencional la presencia del tic-tac del reloj, con su ritmo mecánico y persistente, que ponía un poco de equilibrio en el arrítmico paisaje sonoro de aquellos 4´33´´. Producía la sensación de que el tiempo del reloj, regular, siempre igual a sí mismo, era de la misma sustancia que el resto de los sonidos que se habían reunido aleatoriamente (con intencionalidad y sin ella).

Con su tozudez de mecanismo cronómetro, el tic-tac sometía a medida la discordancia de frenazos acelerones ruidos de motores, piar de pájaros, vibraciones del aire, quejidos de la silla rotatoria donde tenía aposentadas mis postrimerías, y esa caprichosa presencia de una música radiada que exigía recogimiento, mientras el oído captaba, entre la amalgama de sonidos discordantes, el balanceo melódico del piano que parecía dibujar el fluir de las aguas donde nada despreocupadamente una trucha.

Con todo y haber sido esclarecedor el experimento de desmenuzar los ruidos hasta discriminar y estratificar sonidos, un servidor sigue con sus querencias de toda la vida. Por eso, entre silencios que ya John Cage nos dijo que no existen, no olvidaba la alabanza que fray Luis de León hace de una vida retirada de bullicios y voceríos vanos:

Qué descansada vida  
la del que huye del mundanal ruïdo  
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido...

De forma que este jubilata, como vive anclado en el estruendo del asfalto y no tiene vida recoleta, aprovecha las escapadas por las sendas de los montes para escuchar los sonidos que nacen del silencio de la naturaleza. Y hasta, a ratos, se para a ver las truchas deslizarse por las aguas en las pozas de los arroyos. Mientras, en su cabeza suena la melodía del piano con la que Schubert nos habla de aquella trucha cuya paisaje sonoro es un puro rumor fluctuante.

Nada que ver con la sinfonía brutal del tráfico en horas punta.