miércoles, 9 de marzo de 2016

Un paseo sonoro desde mi ventana.-


Nunca antes había hecho un paseo sonoro, ni había oído hablar de mapas sonoros. Hasta que Raquel, tutora del curso Senior UNED “Historia cultural, una visión sonora”, nos habló de ello y nos propuso un curioso experimento: Recorrer las calles de Lavapiés, hasta el patio del museo Reina Sofía, el diseñado por Jean Nouvel, y regreso. 

En ese paseo pausado y silencioso que hicimos los participantes, sufrí  - al igual que Saulo cayó del caballo camino de Damasco -  un batacazo que rompió el  odioso ruido, denso y agresor, en fragmentos que resultaron sonidos perfectamente identificables uno a uno. Fue un golpe con fractura de uno de mis tópicos más queridos y consolidados: Madrid es un cúmulo de ruidos insoportables. Fue una especie de pérdida de la inocencia y motivo de cavilaciones posteriores, como si los jubilatas no tuviéramos la vida ya bastante complicada con las mil tareas que nos echamos para ahuyentar los síntomas de la vejez .

Por supuesto, viviendo en una ciudad tan ruidosa como Madrid, hasta ahora había sido incapaz de diferenciar entre el ruido y los sonidos que lo conforman en una melé de cacofonías y agresiones acústicas. Ni siquiera sospechaba que tal cosa pudiera hacerse, separar sonidos, identificarlos y tratar de integrarlos no ya como ruido bruto y amorfo, sino como un paisaje sonoro y con relieves y pliegues acústicos. Por buscar un símil, esos sonidos, con sus acordes disonantes, sus tonos, sus ritmos dispares y contrapuestos, podrían emplearse como una paleta de colores para reflejar los distintos matices que conforman la abstracción de un paisaje cambiante.

Así, el ruido, que se define como un sonido inarticulado, sin ritmo ni armonía y confuso, pasa del caos sin lógica aparente, a ser, para un oído atento, un cosmos racionalizado donde cada uno de sus componentes sonoros ocupa un lugar dentro del universo acústico. 

Y ya que tenía entre las manos un nuevo juguete, como si fuera un niño curioso de la novedad, decidí hurgarle las tripas, ver sus resortes y engranajes, para tratar de entender su funcionamiento. Pero como los experimentos – sobre todo si se es principiante – conviene hacerlos con gaseosa y algunas precauciones para no desparramar las burbujas, el mío lo hice desde la ventana de mi estudio.

Con ese atrevimiento que nace de la fe del neófito, manipulé la prueba en la confianza de que los dioses todo lo perdonan, salvo la estupidez. Decidí dejar que se mezclasen los sonidos que se producen “naturalmente” en la calle con el artificio de los que yo, voluntariamente, provoqué. A saber: el ordenador estaba conectado a Radio  Suiza Clásica, y al pie de la grabadora puse un despertador de petaca, de cuerda, que me acompaña desde que tenía 24 años. Por poner un límite temporal a este paseo sonoro estático (eran los sonidos los que iban y venían, yo estaba sentado en la silla de mi estudio), la duración fue de cuatro minutos treinta y tres segundos.

A decir verdad, la grabación fue un tanto chapucera, por la pobreza de medios y por la incompetencia técnica de un servidor, pero el oído sí estuvo atento. Aun a riesgo del tópico, los ruidos del tráfico, bastante amortiguados porque es calle de poco tránsito, eran el vaivén continuo que hace el oleaje, con picos de intensidad cuando pasaba un autobús, como cuando el mar rompe contra un acantilado. Como sonido melodioso, que destacaba tenuemente sobre aquellos ruidos sordos en forma de ondas un tanto anárquicas, el Quinteto La Trucha, de Schubert. 

Conviene advertir que no había intencionalidad en la elección de esa pieza, es lo que echaban por la radio en ese momento. Sí era intencional la presencia del tic-tac del reloj, con su ritmo mecánico y persistente, que ponía un poco de equilibrio en el arrítmico paisaje sonoro de aquellos 4´33´´. Producía la sensación de que el tiempo del reloj, regular, siempre igual a sí mismo, era de la misma sustancia que el resto de los sonidos que se habían reunido aleatoriamente (con intencionalidad y sin ella).

Con su tozudez de mecanismo cronómetro, el tic-tac sometía a medida la discordancia de frenazos acelerones ruidos de motores, piar de pájaros, vibraciones del aire, quejidos de la silla rotatoria donde tenía aposentadas mis postrimerías, y esa caprichosa presencia de una música radiada que exigía recogimiento, mientras el oído captaba, entre la amalgama de sonidos discordantes, el balanceo melódico del piano que parecía dibujar el fluir de las aguas donde nada despreocupadamente una trucha.

Con todo y haber sido esclarecedor el experimento de desmenuzar los ruidos hasta discriminar y estratificar sonidos, un servidor sigue con sus querencias de toda la vida. Por eso, entre silencios que ya John Cage nos dijo que no existen, no olvidaba la alabanza que fray Luis de León hace de una vida retirada de bullicios y voceríos vanos:

Qué descansada vida  
la del que huye del mundanal ruïdo  
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido...

De forma que este jubilata, como vive anclado en el estruendo del asfalto y no tiene vida recoleta, aprovecha las escapadas por las sendas de los montes para escuchar los sonidos que nacen del silencio de la naturaleza. Y hasta, a ratos, se para a ver las truchas deslizarse por las aguas en las pozas de los arroyos. Mientras, en su cabeza suena la melodía del piano con la que Schubert nos habla de aquella trucha cuya paisaje sonoro es un puro rumor fluctuante.

Nada que ver con la sinfonía brutal del tráfico en horas punta.

1 comentario:

  1. Juan José, que sepas que tu experiencia me ha interesado mucho. De hecho pienso repetirla en cuanto vea mi trancazo mejorado y luego escribirla, que es lo que me uniría a la tuya. Creo que tu descipción es muy creativa y estoy deseando repetir tu paseo, aunque aún no me he decidido a marcar el camino. Además tengo que pedir una grabadora, a ver cómo se me da. Abrazos

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