jueves, 1 de febrero de 2018

Quijorna: caminos, caleras y más.-

Ruta trazada por Juan F. Romero

No piense el improbable lector que estas notas camineras le llevarán por la exótica ruta de la seda o por la red viaria que los incas llamaban de Tanhuantinsuyo. Aquí se propone, más modestamente, una caminata por caminos en torno a la vieja cañada de ganados segoviana, la que pasa por Quijorna, población próxima a Brunete y Villanueva de la Cañada.


Quijorna, pequeña población al S.O de la provincia de Madrid, es de nueva planta. Quedó arrasada en la guerra civil por los bombardeos de  la artillería en 1937, cuando la célebre batalla de Brunete. De aquella desolación solo quedó en pie la cabecera de la iglesia parroquial, en gótico del S. XVI, y los cuerpos inferiores de la torre. Merece la pena una visita a la plaza, empedrada con buen granito, donde se ubican el ayuntamiento y la iglesia parroquial. Y se si presta atención a la zona ajardinada, se verá un cartel donde se advierte a los dueños de los perros: Si el perro es tuyo, ¿por qué la caca es de todos?

La propuesta y planificación de esta caminata fue cosa de Juan F. Romero, uno de los integrantes del veterano Trío de los Tejos, que aún andamos a la caza y disfrute de caminos, parajes y paisajes. La presentación y descripción técnica de la marcha es cosa suya. Este jubilata, a su modo, cuenta lo que vio y cómo lo vio, ya que el paisaje no es solo la suma de los parajes,  su relieve y orografía, su red de caminos y arroyos, su flora y su fauna, sino la percepción que el caminante tiene del conjunto, su goce estético y el aprendizaje y disfrute de la naturaleza.

A la salida del pueblo, junto al arroyo que le da nombre, pasa la Cañada Real Segoviana. Camino amplio y llano, con junqueras que crecen junto al arroyo y, a poco que observe el caminante, una gran cantidad de conejeras excavadas en la tierra arcillosa, a uno y otro lado. Estos parajes de monte bajo, de carrascas y matorral son paraíso de cazadores. De hecho, aquí, en el S. XVIII, hubo un coto real y todavía queda un vestigio en forma de mojón en una bifurcación de caminos, en el que se dice: BEDADO DE CAZA 1793. Se ve que por aquí entretenía sus ocios de gobierno don Carlos IV.

Estas son tierras pobres, donde la agricultura se reduce al cultivo de cereal de secano. Campos que, en tiempos, eran esquilmados por las bandadas de perdices que abundaban en los cazaderos. 
Si el caminante observa los parajes en torno al camino, verá algunas sementeras que ya empiezan a pujar en estos días de invierno. El verdear brillante de los brotes de cereal destaca sobre los colores pardo-arcillosos de las tierras alomadas, y, si extiende la vista, diseminadas en el paisaje, verá las chaparras formando matas de un verde oscuro que se recortan contra el horizonte. A lo lejos, las cadenas montañosas del Sistema Central perfilándose bajo un cielo de un azul crudo, al que el sol invernal, bajo en el horizonte, todavía no ha dado esa luminosidad matizada de los días de primavera.

Agricultura de subsistencia, pasados los días gloriosos de la Mesta y su riqueza ganadera – no olvide el caminante que está sobre la Cañada Real Segoviana – las caleras han sido la industria que trajo algo de riqueza a estas tierras. Por aquí abundan las canteras de calizas, de donde se extraía la materia prima para los hornos. Según lo leído en algún artículo, en el Archivo de Protocolos, hay documentos que acreditan que, ya en 1566, las obras del Escorial se abastecían de cal de las canteras de Vétago. Y en 1718, se compraron 2000 fanegas  de cal para la construcción del puente de Toledo en Madrid.

A unos 3,5 k del pueblo, tomando un desvío hacia la izquierda de la cañada, el caminante curioso podrá conocer el horno en mejores condiciones de todos los que se conservan por la zona y, al lado, una cantera para la extracción. Se trata de un horno cilíndrico, construido en mampostería, sobre el que descansa otro cuerpo troncocónico abombado hecho en ladrillo. El conjunto, en la distancia, recuerda una botella puesta en pie. Recubierto de arcilla refractaria al interior, tiene una techumbre de ladrillo abovedada y con un gran hueco para la salida de humos. Aparte de su boca de acceso, por donde se cargaba el combustible, hay varios respiraderos para el control de la combustión. 


Respecto a su utilidad, un folleto que editó el ayuntamiento lo designa como el horno de cal mejor conservado. Pero según el artículo Procesos comerciales e industriales. Hornos de cal de Quijorna, (que puede leerse en Internet) sería un horno cerámico, propiedad del ceramista Antonio Salvador de Orodea. Los expertos tienen la última palabra, y el caminante puede ir, verlo, y sacar sus propias conclusiones, si tiene elementos de juicio.

Pero no es éste el único horno de aquellos contornos, aunque sí el mejor conservado. Por aquellos parajes, si el caminante observa, verá restos de viejos hornos arruinados, escombreras donde se vertía los restos quemados de las hornadas, y trazas de canteras de pequeño tamaño a pie de horno, como quien dice. Verá la curiosidad de una higuera que ha nacido dentro de un horno. Y, casi sin darse cuenta, se pondrá a los pies de la cuesta de Vétago. Aquí el bosque de encinas se aprieta y vuelve más tupido. Todavía alcanzamos a coger algunas bellotas del suelo – aquellas que no han querido los jabalíes –  y probar su sabor dulce-astringente.

El caminante, mientras holla con sus botas camineras los antiguos caminos y avizora los paisajes con mirada golosa, también viaja con la imaginación. Con el puñadito de bellotas en la mano, mientras las va escamondando a pequeñas dentelladas, tiene un recuerdo para el caballero de la Triste Figura cuando su cena frugal con los cabreros: 

Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:
—Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas…

Y así, subimos la cuesta del Vétago hasta enlazar con el camino de Los Llanos. Allí cerca, el rebosadero del canal de Picadas, que lleva el agua desde el embalse del mismo nombre hasta una estación de tratamiento en Majadahonda. Construcción cilíndrica de cemento, antiestética, pero, sin lugar a dudas, útil. Aquí nuestra marcha cambia de sentido, orientándose hacia Qujorna, que puede verse en la distancia. Fuente Villanos se llama el arroyo que nos muestra el camino de vuelta, que nos llevará hasta un lugar digno de ser visitado: una mina de caolín o de feldespato. El caminante es lego en la materia y no puede afirmar si es lo uno o lo otro.

En un punto de nuestra ruta, a la izquierda según sentido de la marcha, sale un camino que lleva directo a la boca de la mina. Al comienzo del mismo, a la izquierda, un solitario olivo o acebuche bastante deteriorado, con algunas ramas secas y horadado su tronco por pequeños agujeros, como nidos de pájaros carpinteros. 


La mina tiene un acceso incómodo, irregularmente escalonado, pero no peligroso. Su interior está excavado a pico en la roca viva, con galerías laterales. ¿Mina? ¿Depósito de municiones en la línea de fortificaciones durante la guerra civil? Las opiniones son distintas según dónde encuentres información. Un servidor, acostumbrado a ver las muestras de ingeniería militar a lo largo del frente del Guadarrama, no imagina que la bocamina quedase tan toscamente trabajada, sin un arranque en obra abovedada, para darle consistencia, y con un acceso tan irreguar. Casi hay que trepar para alcanzar la boca.

Tendremos ocasión de ver unos kilómetros más abajo una galería fortificada. Junto a una casamata alargada, de la que quedan en pie las paredes, puede verse una entrada a una galería horadada en el terraplén próximo. Un túnel de unos 10 metros, en zigzag (posiblemente para amortiguar las ondas explosivas en caso de sufrir un ataque de artillería), con salida por el otro extremo.

Allí comemos, junto al arroyo al pie de la fortificación. Sentados sobre la hierba húmeda, vamos dando cuenta de los bocatas y algún pequeño trago de vino para enjuagar el pasapán. Por el entorno, retamas, lentisco, pequeñas matas de tomillo salsero, juagarzo (una variedad de estepa o jara que un servidor no conocía), zarzas…, y tantas especies herbáceas que pueden ser un paraíso botánico, pero que el caminante (más bien yacente ya, porque se ha dejado deslizar sobre el suelo, usando la mochila como respaldo) ignora, aunque agradece. Mientras los compañeros charlan, este jubilata, acomodado en decúbito supino – o sea, panza arriba –, mira el cielo y observa las nubes lenticulares que parecen haberse quedado colgadas, como sin prisas, a merced de alguna corriente de aire que las moldea como nubes de azúcar.


Regresamos a Quijorna, tomamos café en un bar del pueblo, charlamos un rato, tomamos el coche y regresamos a la capital. Quedan en el recuerdo los olores húmedos del monte, la visión de la montaña con nieve allá a lo lejos, el camino entre encinas y el sabor (aún) dulce y acerbo de las bellotas cogidas al paso. 
Y de las hilachas de estos recuerdos y sensaciones iremos tirando, mientras nos atufamos en la gran ciudad, hasta que volvamos a calzar las botas camineras.

1 comentario:

  1. Delicioso comentario a un paseo que debió de ser real. Prometo hacerlo también, en cuanto pueda. Gracias D. JJ

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